“A quién se le ocurre leer y escuchar música a la vez” y otros cuentos cortos/Por Claudio García

Viedma.- (APP) Fui a la heladera y traje a la mesa un champán. No era ninguna circunstancia especial. Ni siquiera estaba con alguien, me encontraba solo en la casa. Leyendo y escuchando música. Leía “El diario de Edith” de Patricia Highsmith y escuchaba a la vez un casete -todavía tengo un viejo equipo que funciona y para mí la cinta magnética siempre dará un mejor sonido que los CD- con una selección de temas de Joe Pass. Hay quienes no pueden leer y escuchar música a la vez. Otros directamente lo desaconsejan. Recuerdo una charla de un conocido escritor que visitó mi ciudad diciendo que eso era imposible y hasta una blasfemia. En mi caso es al revés, pocas veces he leído en un ambiente silencioso, siempre pongo música de fondo. Mi cabeza se ha acostumbrado a atender las dos cosas a la vez. Si engancho con la lectura también me gusta sumar a la música una bebida alcohólica. Generalmente vino tinto, pero puede ser también whisky o ginebra, mis dos bebidas blancas preferidas. Esta vez recordé que tenía un champán en la heladera, un brut, que también me gusta aunque no siempre tenga una botella a la mano. Suelo comprar champán, como casi todos, cuando se acercan las fiestas, por algún cumpleaños u otro tipo de aniversario. Esta vez por azar tenía uno en la heladera en una época ajena a cualquier fecha celebratoria.

Estaba solo porque mi mujer tuvo que hacer un viaje de trabajo. Aunque la amo, me gustan esos lapsos de tiempo donde puedo estar absolutamente solo en la casa, disfrutando sin interrupción la lectura  junto con la música y unos tragos. En esas ocasiones termino generalmente embriagado, pero conforme de haber hecho lo que me gusta. Cuando la embriaguez ya no permite concentrarme en la lectura caigo literalmente muerto en la cama y duermo hasta que el despertador recuerda las obligaciones de un nuevo día.

Esta vez, sin embargo, al abrir perezosamente los ojos, me descubro no en mi pieza sino en una cama de hospital. Tengo la sensación de cierta resaca, aunque no del champán que recordaba haber tomado antes de dirigirme como un zombi a la pieza, sino otra de tipo medicamentosa. Como cuando salí de la anestesia aquella vez en que me extirparon una piedra en la vesícula. Y sí, estaba en un cuarto de hospital y mi mujer sentada en una silla al costado mirando con una mezcla de ternura y lástima.

-¿Qué pasó?-, dije.

-Menos mal que volví antes del viaje, te encontré en la cama, casi muerto, te había agarrado un coágulo, pero la operación salió bien-, explicó.

 Me preguntó:

-¿No sentiste nada? ¿Estabas durmiendo cuando pasó esto-, aludiendo al coágulo.

-No sé- le digo-, recuerdo la embriaguez por el champán, que apagué la casetera donde sonaba Joe Pass y que dejé la lectura de Highsmith en un párrafo donde decía algo así como “el nombre de un gato debería ser Tú, porque esa es la palabra que un gato oye más veces”. Se ve que estaba embriagado pero la parte del  cerebro donde se aloja la memoria funcionaba. Me dirigí a la cama y luego no recuerdo más.

-Siempre te dije que no tenés que abusar de la bebida-, reprochó.

-¿Un coágulo se forma por la bebida?-,  pregunté.

-Puede ser-, respondió.

-¿No será por exceso de literatura?-, repliqué en broma.

-No seas boludo-, contestó con una sonrisa.

En eso entró el médico y  preguntó cómo me encontraba.

-Con cierta sensación de mareo o de resaca, algo así.

-Es normal-, respondió.

-¿Por qué me agarró un coágulo?-, pregunté.

-Pueden ser muchas cosas- dijo. ¿Qué es lo último que recuerda?”

-Que estaba leyendo una novela, escuchando música y tomando a la vez champán. Que cuando terminé la botella y me sentí medio embriagado corté todo y me fui a la cama-, respondí.

-Ahí está la razón ¡¿A quién se le ocurre leer y escuchar música a la vez?!- me reprendió.

LA REBELIÓN DE MI CUERPO

Mi cuerpo un buen día se declaró independiente de la razón. Se cansó de tanta indecisión, de que no sepa qué hacer con la vida, de dejar todo a mitad de camino, de iniciar algo para no llegar al final. Decidió que nada podía ser peor que la vida errante y sin sentido que llevaba. Así algunas partes de mi cuerpo asumieron pocas y raras actitudes. Mis manos optaron por la lectura, o mejor dicho, por el tacto de las hojas. Mis piernas se decidieron por las largas caminatas, por los espacios abiertos por donde prácticamente no andan los hombres. Mis ojos en cambio no quisieron pasar de la absurda dependencia con mi razón a la de mis manos y mis pies. No aprovecharon la lectura ni los paisajes. Optaron por el cielo, por mantener la mirada atenta a los cambios en el techo del aire, al fluir de las nubes y a la sorpresa de la lluvia, a las luces prestadas de la noche y al fugaz paso de los pájaros. Mi boca prefirió la risa y no la palabra, una risa pareja, sin modulaciones, como la que en algunas situaciones produce el miedo. Mi vida pudo así encontrar objetivos precisos pero se transformó en un infierno. Imaginaba a las azoradas personas que me veían vagar por los campos con la mirada hacia el cielo, un libro entre las manos y esa risa incesante, que no se detenía por la sequedad de la boca ni el dolor de mi garganta. El libre albedrío de mi cuerpo, que nadie entendía, llevó a una persona prejuiciosa a matarme. “Es preferible que ese loco esté muerto, porque quién sabe lo que nos puede hacer mañana”, se dijo antes de clavar un filoso cuchillo en mi garganta. En los últimos segundos, mi cuerpo se dio cuenta del error, suplicó al cerebro que reinstalara su dominio.  Pero mi cerebro comprendió que era tarde y que ya que había optado por  la rebeldía que llegará al final mortificado por el error. Y así alcance la muerte:  tratando de dar unos pasos, con un libro entre las manos, la mirada en el cielo y una risa que se confundió con el último estertor.

SECRETOS

Con la cabeza liviana por el alcohol, creo que ya no tengo secretos. Dos grandes ojos negros me clavan en una esquina. Esa mujer cree que debería sonrojarme por invitarla a dormir. Mi decisión la convence. Quería amarla pero también hablar toda la noche de mi vida despojada de mentiras. Tuve que pagar por las dos cosas. El sol llegó junto con cierta pesadez en la cabeza. La mujer se va, pero  deja de regalo un genio singularísimo, que sólo con pedírselo guarda bajo llave todos mis secretos.

ESCRIBIR

Escribía y fumaba. Se le terminaron los cigarrillos así que se sirvió un whisqui. Escribía y tomaba. Se le terminó el whisqui. Se sirvió agua. Escribía y bebía grandes cantidades de agua. En un momento se sintió ahogado en un mar de palabras. Decidió salir a la superficie, respirar aire fresco. Pero las palabras lo persiguieron cuando apenas si había puesto los pies en el jardín. Retornó a su silla y a su computadora y volvió a escribir sin pausas de ningún tipo.

NUNCA AMÓ ASÍ

Tuvo un encuentro casual con una mujer. La besó y ella le devolvió el beso. Fueron a su casa y se amaron con intensidad. Sintió sed y fue a la cocina a servirse un vaso de agua. Cuando retornó a la pieza la cama estaba vacía; ella había desaparecido. Salió a la calle y no la encontró. Volvió a su cama y se quedó dormido. Cuando despertó dudaba si lo vivido con esa mujer fue real o un sueño. Recordaba muy vívidamente su cara y su cuerpo. Esto le hacía pensar que el suceso había sido real. Pero no sabía ni su nombre y no tenía siquiera un teléfono para llamarla. Todo esto fortalecía la posibilidad que la había soñado. Presintió que lo podía envolver la locura por esa mujer real o imaginaria. Porque, verdad o mentira, nunca había amado así.

UN OLOR PARTICULAR

-Este lugar tiene un olor particular, no sé si me entiende…

-No.

-Huele particular, distinto de donde vengo.

-Siempre viví acá. ¿Cómo voy a distinguir este lugar de otro?

DIJO EL DEMONIO

“Si esto han hecho mis enemigos, ¿de qué tengo que arrepentirme?”, dijo el demonio.

ENCUENTRO CON LA MUERTE

Se encontró con la muerte a la vuelta de una esquina. Pasado el susto y reconocido al visitante, le preguntó: “porqué tengo que morir yo antes que mi suegra”. La muerte respondió que es sólo un mensajero, que no sabe los motivos de los encargues y que además se le estaba terminando su horario como para ponerse a charlar boludeces. El tipo insistió: “mi suegra me mortifica desde hace 10 años, ¿le parece justo que yo muera antes que ella?”. La muerte con fastidio le repitió que no le interesaban historias y que debía cumplir con su cometido. “¿Pero, usted sabe quién es mi suegra?”, señaló el tipo sin intención de dar por terminada la conversación. “Mire, le puedo dar un par de minutos, pero nada más. Esto es inusual, yo no atiendo excusas”, respondió con fastidio la muerte. “Bueno, no sé si alcanzará con un par de minutos, pero, para ser breve, mi suegra me vive controlando, le mete cizaña a mi mujer, cae en casa en los horarios más inadecuados, nos trae comidas y dulces incomibles, vive inventando enfermedades para que nos ocupemos de llevarla y traerla al hospital, y como si esto fuera poco, colecciona pelucas… ¡Sí! Colecciona pelucas. Usted no sabe lo que es verla casi todos los días con una peluca distinta. ¿Le parece justo que una persona así muera después que yo?”.

-Y… La verdad que no me parece muy justo. Pero lo mío es un trabajo. A mí me ordenan y yo cumplo. Aquí en el papel dice que hoy le toca morir a usted. Lo demás no es de mi incumbencia…

-¿Pero usted no me escucha? Le expliqué cómo me mortifica. Piense sólo en lo de las pelucas… ¿A usted quién lo manda?”.

-¿Cómo quien me manda?

-Claro. Usted es la muerte. ¿Quién lo manda, dios o el diablo?     

-Y… A veces uno, a veces el otro. En realidad la mayoría de veces no sé si uno u el otro.

-Bueno, haga de cuenta que es el diablo. Que todos los días el diablo lo manda a matar a tal o cual persona,  pero que en cada jornada se aparece con cuernos distintos. Un día de una forma, un día de otra. Los clásicos tipo de cabra, una vez, puntudos, otra…. torcidos, tipo astas de ciervo, estilo unicornio… rojos, amarillos, violetas, negros…. Imagine si eso no lo terminaría fastidiando. Póngase entonces en mi lugar: con todo lo que le dije de mi suegra, que además todos los días aparezca con una peluca distinta…

-La verdad que no me parece muy justo que usted muera antes que ella, pero ya le dije que yo…

-No hablemos del diablo- interrumpió el tipo- hablemos de dios, que no sólo lo manda a matar a una persona distinta todos los días, algo que considero debe ser de por sí fastidioso, sino que imagine además que se aparezca a cada rato con una túnica distinta: larga, corta, escotada… floreada, amarilla, roja,… siempre distinta…. de lana, de piel de leopardo, de tela de cortina, de arpillera… Imagínese ese fastidio de verlo todos los días con una túnica distinta… Bueno, piense ahora en mi suegra, ya de por sí muuuy fastidiosa, con una peluca distinta casi todos los días… ¿Le parece que yo muera antes?

-Bueno… Entiendo, entiendo… ¿Dónde vive su suegra?

-Ah, me va a hacer caso, se la va a llevar antes a ella… La verdad que le agradezco…

-No, no. Ya le dije que no puedo cambiar las reglas. Me mandaron a que usted muera, y usted debe morir…

-Pero, yo pensé que me había comprendido; que me había tenido lástima por tener una suegra así y lo injusto de que yo muera antes. Que ni siquiera tenga el consuelo de verla a ella primero estirar la pata. ¿Para qué quiere entonces su dirección?

-Tanto hablar de las pelucas, me agarró curiosidad. Como mensajero de la muerte puedo tener algunos privilegios. Puedo observar sin que me descubran. Y si las pelucas me gustan, puedo llevarme algunas sin que su suegra se de cuenta, o a veces una, después devolverla y llevarme otra… Usted me hizo pensar en las pelucas, y la verdad que sería una buena idea, ya que mi trabajo es tan monótono, usar un día una peluca y otro día otra… ya no sería “la muerte”, sino “la muerte con peluca”. Esto me daría como cierta clase…

Y LA GUERRA SIGUIÓ

Como la batalla entre los dos reinos llevaba ya varios meses sin que ningún bando alcanzara la victoria, los dos reyes decidieron jugar el destino del combate a las cartas. Puestos a elegir un juego que además del azar contemplara las virtudes de los adversarios, optaron por el truco. Llegaron a buenas empatados en 13 y en la última mano uno de los reyes recibió una flor. El otro rey no quiso resignar el partido, señalando que en ningún momento habían aclarado si jugaban con o sin flor. Discutieron por un rato sin ponerse de acuerdo y para no llegar a las manos decidieron que continuara la batalla en el campo para que ésta defina si era válida o no la jardinera. (APP)