Artémides Zatti, el pariente de todos los pobres

Viedma.- (APP) Se cumple un nuevo aniversario del fallecimiento de don Zatti, ocurrido en Viedma el 15 de marzo de 1951.

En Viedma todos lo llaman con respeto Don Zatti. El nombre Artémides resulta impronunciable para los paisanos. Es él quien lleva adelante el único hospital de la ciudad. Aunque un médico diplomado tiene el título de director, Zatti recibe e interna a los nuevos enfermos, se encarga de la administración, dirige la farmacia, atiende personalmente los casos más delicados. En esta última categoría suelen estar los presos. El lío se arma cuando uno de ellos desaparece en la oscuridad de la noche. Alguien acusa a Zatti de complicidad. Y la policía logra ponerse a la población en contra llevando detenido al “pariente de todos los pobres”.

Artémides Zatti vino de Italia con su familia a los dieciséis años, en busca de un porvenir mejor que América prometía a los inmigrantes. En Bahía Blanca  trabajó como obrero en una fábrica de baldosas. En esos años lo atrajo la vida de los salesianos y quiso ser como ellos. Con ese deseo llegó a Bernal. Pero allí se contagió la tuberculosis atendiendo a un  joven sacerdote moribundo.

El aire de Viedma, las medicinas del padre doctor Evasio Garrone y una promesa hecha a la Virgen de dedicarse a los enfermos, dieron su resultado. A él le tocaría llevar a la práctica, de manera ejemplar, aquel consejo de Don Bosco a sus primeros misioneros enviados a la Argentina: “Cuiden especialmente a los enfermos, a los niños, a los ancianos y a los pobres, y se ganarán la bendición de Dios y la simpatía de la gente”. Cuando murió en 1951, había cumplido cincuenta años trabajando en el hospital de Viedma, que ahora lleva su nombre.

¿ Respiran todos?

Al final, la cosa termina bien y los tres días tras las rejas le sirven a Zatti de merecidas vacaciones. Habitualmente el intenso trabajo no le da respiro. A las cinco de la mañana ya está levantado rezando en el silencio. Más tarde continuará las oraciones con los salesianos de su comunidad. Y enseguida a ver a los enfermos en el hospital.

“¿ Respiran todos?” pregunta sonriente mientras empieza a repartir las medicinas del día. Después de un café con leche tomado a la rápida, comienza la vuelta en bicicleta por toda la ciudad. Los únicos descansos de la jornada serán las comidas y un rato en la cancha de bochas, junto a los pacientes.

“El dinero sirve para hacer el bien o no sirve para nada”  

Ya todos lo saben en Viedma: si Zatti sale de delantal blanco, va a atender enfermos; si se pone el sombrero, va en busca de plata. “¿ No querría prestarle al Señor cinco mil pesos?” – pregunta en casa de quien puede dar algo por los demás. A las hermanitas que atienden la ropería les pide sonriente: “Necesito abrigo para un Jesús de diez años”. Todo resulta poco para atender tantas necesidades. Pero cuando visita a algún enfermo en apuros, deja disimuladamente unos billetes dobladitos junto a las medicinas. “El dinero sirve para hacer el bien o no sirve para nada” , dice convencido.

Cuando va al banco a pedir un crédito, pone en la declaración de bienes a sus enfermos. “¿ O acaso cada ser humano no vale más que mil ovejas”?. Si alguien le reprocha que gasta demasiado en remedios, responde: “La Providencia es rica”.

Hasta la Medianoche

A la tarde le toca el turno a las chacras de las afueras. Y por la noche, mientras los enfermos cenan, Zatti prepara recetas en la farmacia. Con esfuerzo ha conseguido el título habilitante  en la Universidad de la Plata. Después de las oraciones, cuando ya todos duermen, todavía encuentra fuerzas para estudiar algo de medicina.

En el hospital hay lugar para todo el mundo. Y si no hay, se fabrica. La cama de Zatti también está disponible. Allí van generalmente los contagiosos o los que impresionan por su gravedad. El está acostumbrado a dormir en el suelo.

En cuanto a la tarifa, el reglamento es sencillo: “El que tiene poco, paga poco; el que no tiene nada, no paga nada”. Y este último tipo de clientes es el más abundante.

Un momento de algodón

Una mujer muda y deficiente mental y un muchacho macrocéfalo residen como habitantes permanentes del hospital durante muchos años. “A usted, Don Zatti, le toca siempre lo peor” – le dice un médico. “Para mí es lo mejor” – responde él. Y cuando le ofrecen lugar en el cottolengo para los casos sin solución, se niega aceptarlo, “porque ellos son los que atraen la bendición de dios sobre nuestro hospital”.

Las madres le piden la bendición para sus hijos. Los políticos desean tener su fama y su prestigio. Pero él no busca votos ni honores. “¡Por Dios, Don Zatti!” – exclama una señora quejándose del dolor que le provoca una curación. Él responde tranquilo: “Si, señora, todo lo hago por Dios”.

Otro día le gritan por la calle, al paso veloz de su bicicleta destartalada: “A usted habría que levantarle un monumento”. Y, enseguida, la respuesta oportuna: “Sí, pero que sea pronto; un monumento de algodón, gasas, vendas y frascos de agua oxigenada”.

Salesiano Coadjutor

“Saludos a su señora, Don Zatti” – le dice amablemente alguno que todavía no lo conoce bien. Él sonríe. Porque, aunque no es cura, tampoco esta casado. Es Salesiano coadjutor, vive en comunidad con los sacerdotes y trabaja a la par de ellos para hacer el bien a todos; ha hecho sus mismos votos para dedicar la vida a los enfermos y a los pobres.

No me hagan hablar

Zatti carga cada día la cruz del sufrimiento propio y del ajeno. Y así como llora al sentirse impotente al dolor de sus enfermos incurables, sufre sin quejarse por el cansancio acumulado o por la plata que nunca alcanza. Pero el momento de su calvario llega con la demolición del hospital que le ha costado tantas fatigas. El nuevo obispo de Viedma quiere construir allí una residencia. Y el terreno le pertenece. Zatti calla, llora y organiza la mudanza. Hay que comenzar todo de nuevo, en la quinta que los salesianos tienen en las afueras de la ciudad; no falta quien tire la lengua esperando arrancarle alguna crítica.

Pero sólo escuchan de él un lamento: “No me hagan hablar”. Y armándose de valor explica a los enfermos: “Los repollos crecen mejor cuando se transplantan”.

Microbios poderosos

La monotonía y la rutina no encuentran lugar en la vida de nuestro enfermero. Siempre hay más para hacer: planes, proyectos, construcciones…. Pero las grandes preocupaciones no le impiden la delicadeza de los pequeños detalles: escribir al dictado decenas de cartas de los enfermos que no saben, o no pueden hacerlo; preparar a un moribundo su comida favorita para ofrecerle quizás el último gesto de cariño.

Uno de ellos preguntó: “Zatti, ¿no tiene miedo de contagiarse?” “No, – respondió él -, porque los microbios que yo tengo dentro son más poderosos, y se comen a los de afuera”. Realmente su vida contagiaba. Lo explica uno de los medicos que trabajó muchos años junto a él: “Don Zatti no solamente era un habilísimo enfermero, sino que él mismo era una medicina, porque curaba con su presencia, con su voz, con sus ocurrencias, con sus cantos…”

¿Quién nos tendrá alegres?

Pasan los años, “Zatti se está poniendo verde” – comenta la gente. Y él agrega: “Sí, pero después estaré amarillo, como los limones”. El viejo enfermero sabe bien que se trata de ictiricia. Los enfermos lloran y rezan por él. “¿Quién nos tendrá alegres?” – se preguntan desolados.

Zatti escribe en una hoja su última receta, con las medicinas para una semana. Muere un día después. El médico que lo revisa encuentra en la mesita de luz el certificado de defunción con la fecha puesta. Sólo falta la firma.

“Sí hay santos”

“¡No debía morir!” – dice la gente en su funeral. Ese día, las autoridades presentes no pueden acercarse mucho al enfermero santo. En el lugar de privilegio están sus parientes más cercanos, todos los pobres de Viedma.

Alguien recordó en esos días las palabras de un médico que se declara ateo: “Delante de Zatti, mi incredulidad vacila. Cuando me encuentro con el bisturí en la mano y, mirándolo a él lo veo con el rosario entre los dedos, siento que el quirófano se llena de algo superior, sobrenatural… si es verdad que hay santos sobre la tierra, entonces este hombre es uno de ellos”.

Zatti, un laico que nunca pudo llegar a la carrera eclesiástica, fue declarado venerable por  Juan Pablo II en 1997 y beatificado el 14 de abril del 2002 por un milagro que lograron confirmar antes los médicos de la Sagrada Congregación de los Santos en Roma.

El fenómeno reconocido estuvo vinculado a la cura del entonces seminarista salesiano Carlos Bosio ocurrida en 1980. Una apendicitis que generalizó una infección había colocado al borde de la muerte a esta persona.

Tuvo que ser derivado de urgencia ese año desde Bahía Blanca al hospital Muñíz de Buenos Aires en un estado grave producto de la infección que no tardó en provocar una septicemia.

Paralelamente, un grupo de salesianos cercanos al sacerdote inició jornadas de oraciones invocando al enfermero viedmense y en la de Semana Santa del mismo año -pocos meses después de enfermar- el joven sacerdote por entonces de 24 años despertó un buen día sin fiebre y se recuperó definitivamente.

Bosio, quien sostiene que su curación fue un milagro, se desempeñó luego como responsable salesiano en las provincias de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Misiones.

Por éste y otros casos -se habla de un milagro de carácter médico ocurrido en Filipinas- anticiparon desde el Vaticano que Artémides Zatti puede ser declarado santo en poco tiempo más. (APP)