Artola, Raúl: polígrafo por antonomasia/Por Carlos Espinosa

Viedma.- (APP) “Nadie puede decir que lo que se acuerda es verdad, pero menos que es mentira”. Con esta afirmación arranca el primero de los relatos –El patio de los perros- que Raúl Artola recopiló de entre sus carpetas para el volumen titulado “La mujer ágrafa y otros infundios”, publicado hace un tiempo pero presentado en sociedad en la reciente Feria del Libro de Viedma.

El orden y sucesión de los cuentos inscriptos en un libro obedece, por supuesto, a la intención del autor. Como cuando nos sentamos a tomar mate con un amigo y elegimos, bien a propósito, el primer tema de la charla: ese que abre y dispara hacia otros tópicos. Está muy claro que Artola armó la trama de  ”La mujer ágrafa…” con el propósito de sorprendernos y hay que decir que,  gratamente, lo consigue. No hay conexiones visibles entre un relato y el siguiente. Cada historia es nueva, nos obliga a repasar el cristal de los anteojos o mudar la postura sobre el respaldar.

Artola juega con recuerdos, verdades y mentiras en las vidas de sus personajes; y apela a sus propios archivos (bueno, esto se imagina uno) donde tampoco se preocupa mucho por discernir entre lo que ocurrió ‘realmente’ (¿quién lo sabe? caramba!) y lo que  quizás pudo haber ocurrido (muchas veces menos interesante que lo irreal).

Así transcurren 110 páginas de la obra –estupenda edición del Jinete Insomne, de la ciudad de Buenos Aires- llevadas por Raúl Artola por escenarios y circunstancias muy variados. De ese patio pulguiento y perruno del principio podemos saltar (ejercicio recomendable sobre un libro de cuentos:  leerlo de cruzado) a la habitación de una muchacha con ventanas entre abiertas y sábanas húmedas, nos introducimos  en una casita de barrio con criadero de pollitos bebé y departamento en construcción en el patio, nos refugiamos en la redacción de un diario de ciudad provinciana y hasta recorremos en enero de 1829 las callejuelas inclinadas de Carmen de Patagones invadidas por brasileños e ingleses. Es un tránsito vertiginoso, el conductor del viaje (o sea el autor) es audaz y a veces hasta imprudente en alguno de los giros. Pero nadie nos quita el placer  generado por la adrenalina.

De los personajes es preferible no hablar mucho. Por respeto a cada uno de ellos y para sembrar curiosidad. Se exhiben en intimidad y nos permiten reconocernos en ellos de manera  fragmentada y esporádica.  En algún momento yo puedo ser la narradora-protagonista de “Un regalo para Angie” ¿por qué no? No digo más: hay que ir al libro.

En la página 111, después dela sucesión de atractivos cuentos cortos, aparece la maravillosa transcripción de fragmentos de un ¿oculto? manuscrito del romántico francés Francois René de Chateaubriand (que vivió a caballo de los siglos XVIII y XIX). Un lector absolutamente inadvertido acerca de esa figura histórica (como es mi caso) no puede discernir acerca de su autenticidad, pero en el contexto de este volumen se llega a la firme sospecha de que son falsos, y que Raúl Artola juega magistralmente con lo apócrifo, poniendo en letra del insigne prócer literario algunas ideas suyas de fuerte contenido.

Así entonces, en la versión ‘artoliana’ de Chateaubriand aquel francés habría escrito: “Todo artista auténtico busca la perfección de lo imperfecto por definición y esencia, la obra humana. Por lo tanto, en su competencia con Dios y su naturaleza perfecta sólo puede convertirse en un ser desesperado”.

Y sigue. “Esa desesperación, que lo constituye y  a la vez lo condena, se le dibuja en la cara para espanto de sus semejantes .¿Cómo amar,  entonces, al hombre de rostro enfermo de terror, paralizado y a la vez impulsado a alcanzar una mínima expresión dela Belleza inasible y efímera, intuida en sueños febriles?  Prisionero de su privilegiada pesadilla, el artista está condenado a cumplir con su obsesión imposible. Debajo de él palpita un ser descarnado y frágil que clama por comprensión, bondad y amor, que muy pocas veces le llega a través de formas humanas reales”

Y remata. “Y así arrastran, por trastiendas y prostíbulos, a veces hasta una temprana muerte, su giba de lágrimas que no pudieron descargar en un pecho amante”.  Hasta aquí Chateaubriand según Artola, en cruel y destemplada reflexión acerca de la vulnerable soledad del artista.

Después de este capítulo –“Fragmentos del manuscrito de Ginebra”- aparece el texto que sostiene al título de la tapa.

“La mujer ágrafa” está presentado como un ensayo breve. En este caso Raúl Artola puntualiza que se trataría de extractos del diario personal del supuesto “escritor maragato Florencio Nuñez” y es fácil asegurar que se trata de una adulteración de identidad, porque en bibliotecas y ambientes literarios de la región no existe ningún registro del autor invocado.

Sin embargo es de existencia real el narrador español contemporáneo Juan José Millás, de quien menciona su novela  “El orden alfabético” y el vaticinio de un mundo futuro sin palabras, donde el habla coloquial quedaría reducida “al uso de un promedio de doscientas palabras en las generaciones más jóvenes de casi todos los países”. En esta línea la dupla  Artola-Nuñez (se entiende , no?) predice que  (y asusta con ello) que “vamos , así, hacia una Babel ágrafa, a un mundo de absoluto imperio del sonido y de la imagen prefabricados, lo que viene pergeñándose desde hace varias décadas en aras de una globalización cuyas consecuencias finales desconocemos”. Más adelante arriesgan otra hipótesis (no menos temeraria) que justifica el título de marras. No la desarrollo, porque es menester leerla directamente del original y quedarse meditando sobre las ulterioridades de ese probable hecho mundial.

En el punto al que hemos llegado al volumen (ya previamente calificado como sorprendente) le quedan aún seis páginas , que se ocupan en una serie de anotaciones de apariencia dispersa agrupadas bajo el nombre de “ Imposibilidades sucesivas” y también conferidas en autoría al improbable Florencio Nuñez y presuntamente datadas entre agosto de 1994 y abril de 1995 (claves que no alcanzo a interpretar).

Estas anotaciones trazan con bruñido cuidado importante cantidad y calidad de afirmaciones montadas en los difusos límites entre la vida y la muerte, lo exacto y lo erróneo, el sueño y la vigilia, las esperanzas y los fracasos, en una especie de catálogo de preguntas y repreguntas, y algunas pocas respuestas. Una clave esencial aparece en la cita al poeta chileno Clemente Riedemann (que sí existe y tiene 66 años) con aquello de que “estar a solas con sus ficciones es suficiente para un hombre libre” y se agrega que “se vuelve nuestro compadre para siempre”. En la final página 127 están impresas estas pocas líneas bajo la apariencia de un breve poema (también de  ese tal Florencio Nuñez): “Despojo al erudito de las cosas sencillas y después le pregunto: ¿qué te queda, hermanito?”. Y nada más (¡cómo si fuese poco!).

Raúl Orlando Artola nos empapa con sus infundios. Nos deja mojados a la intemperie, librados al resultado de nuestras propias (y pobres) reflexiones.  Con semejante capacidad de relato propio y de paráfrasis de textos (más o menos) ajenos este amigo-autor (lo primero es lo primero) tendría justificados motivos para estar subido a la parva de la soberbia y desde allí observarnos arrogante y orgulloso. Pero no. Transita desde hace setenta y tantos años una silenciosa modestia casera y mayormente noctámbula, de la que emerge cada tanto para encandilarnos con fogonazos como los de esta mujer (presumiblemente) carente de letras y escritura.

Es una particular paradoja que ROA (acróstico de sus iniciales con el que  firmaba notas periodísticas hace cuatro décadas) nos acerque a un mundo potencialmente ágrafo, siendo que él ejercita magistralmente las artes del oficio totalmente contrapuesto. Artola es polígrafo, por antonomasia. Escribe muy bien en todos los géneros posibles de la literatura. Quienes lo leemos y seguimos con atención tenemos en los estantes de nuestras bibliotecas obras poéticas como “Antes que nada” (1987),“Aguas de socorro” (1993), “Croquis de un tatami” (2002 y 2005), “Registros de hora prima” (2014) y la antología “La mirada corta” (2017); sin que falten sus cuentos publicados en “El candidato” (2006) y los ensayos reunidos en “De camino” y “La periferia es nuestro centro” (2011), y ni olvidar su trabajo “La Patagonia como construcción literaria” que epiloga la valiosa compilación “Las nuevas generaciones” de poetas rionegrinos nacidos después de 1966, que lo tuvo como curador. Pero en la síntesis de su trayectorias hay otros hitos:  allá tiempo atrás sus crónicas en el quincenario “La Calle”, 1979-89 (en enero de 1981 publicó allí una página completa con sus poemas hasta ese momento inéditos) y luego, entre 2002 y 2009, la dirección de esa persistente aventura editorial que fue la valiosa revista de arte y cultura El Camarote, prolongada luego durante breve lapso en el sitio digital “La mojarra desnuda”.  Ratifico: Artola es polígrafo.

Y ahora, en su más reciente libro, nos propone un fascinante (y provocador) juego de fantasías que se menean, con el pronóstico de esa mujer ágrafa que se recorta sobre las tinieblas del futuro. Desafío de lectura que divierte y enriquece. (APP)  

(Nota: la sugerente ilustración de portada es una acuarela de Danilo Vasiloff)