Bradbury y la naturaleza del hombre/Por Claudio García

Viedma.- (APP) “Crónicas Marcianas” de Ray Bradbury, un clásico de la ciencia ficción, no es estrictamente una novela sino una serie de relatos de viajes terrestres al planeta Marte con su consiguiente colonización. Una edición de Minotauro de 1977 tiene como gran plus el prólogo de Jorge Luis Borges. Quien ha seguido la obra y la trayectoria del escritor argentino sabe que sus prólogos no fueron tomados a la ligera y tienen la calidad de sus cuentos. En este caso hay una interesante reflexión sobre lo que en 1955, año de la primera edición, se consideraba un nuevo género narrativo, la ciencia ficción, y, en especial, si cabía diferenciar un género literario de otro. Escribió Borges luego de preguntarse por qué le habían tocado de una manera tan íntima las “crónicas” de Bradbury: “Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo fantástico o a lo real, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión en Marte. ¿Qué importa la novela, o novelería, de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street”.

Tanto como le llegaron estas fantasías del norteamericano a Borges, a mí la primera vez, como otras en que leí estas “crónicas”, me impactó no sólo  la originalidad de algunos relatos, la frondosa imaginación que expresan, sino el trasfondo que encontré en cada una de sus páginas: la visión pesimista sobre la naturaleza humana. Algo que, por mi afición a la filosofía, o porque vaya a saber uno las razones, siempre me ha obsesionado y en función de eso también he escrito algún que otro cuento y artículo.

Creo, sin estar convencido de su verdad, que en sus “Crónicas Marcianas” Bradbury insinúa que el hombre en cualquier circunstancia va a cometer los mismos errores porque carga con una naturaleza negativa. Así, aunque se vaya a otro planeta, en este caso a Marte, desencadenará las mismas tragedias que llevó adelante, por ejemplo, en empresas de conquista y colonización que marcan la historia de la Tierra. El terrestre se impondrá al marciano pero no a sí mismo, y su mal y sus miserias se seguirán imponiendo. ¿Es así la naturaleza del hombre? ¿Existe en el hombre cierta naturaleza? ¿Algo así como un sello indeleble que está en sus genes?

Alguna vez escribí sobre Marco Aurelio, a quien admiro, cuya filosofía tiene mucho que ver con esto de una naturaleza en el hombre. En sus “Meditaciones”, el llamado último gran emperador romano, desarrolla pensamientos en los que uno puede entender de qué trata el estoicismo. Conservadora en su esencia, esa filosofía, quizá por su cuota de eclecticismo, esconde no obstante sentencias bellas y envidiables. La inteligencia del hombre, que para Marcos Aurelio es lo más importante, es entendida como parte de la divinidad. De allí una contradicción, uno debe regirse por la razón más que por los instintos o los impulsos, pero al ser ésta parte de la divinidad, hay que someterse a la “naturaleza”, así la llama, que cada uno tiene signada como parte de todo lo que fue creado por dios o los dioses. Para el estoicismo la vida del hombre debe adecuarse a la naturaleza y vivir de acuerdo con ella en todo. Para Marco Aurelio como para el otro gran estoico Epicteto quien dice naturaleza dice destino, dice los dioses, dice providencia. De allí, a pesar de su eclecticismo, lo conservador. De esta manera uno se somete a los acontecimientos.

Para el filósofo son valores fundamentales el bien, la virtud, la prudencia, el pudor, entre otros, y rehuye los vicios, el mal. En esto hay cruces compartidos con el cristianismo, y en realidad éste, cuando le da forma a su corpus teórico religioso, toma parte de la filosofía estoica. Recordemos que con el emperador romano Constantino, el cristianismo se vuelve religión oficial, unas cuántas décadas después de Marco Aurelio, y necesariamente esta adopción fue posible porque en gran parte el cristianismo representaba parte de lo filosófico de griegos y romanos. No olvidemos a Nietzsche que decía con certeza que el cristianismo era un platonismo para el pueblo.

Volviendo a Marco Aurelio, para él en última instancia la riqueza o la pobreza son indiferentes, dependen de “la naturaleza”. Se hace difícil igualmente comprender cabalmente lo que quiere decir Marco Aurelio cuando nos llama a “vivir confome a la naturaleza”, porque ¿cómo descubre uno cual es su “naturaleza”?

Dado que el principio rector de esta filosofía es la razón, ésta debería ser “lo que queremos”, lo que más queremos profundamente para nuestra vida y a ello debemos someternos. Pero también puede entenderse que sea “lo que somos”, adaptarnos no a objetivos de vida, cierto oficio o profesión, una mujer e hijos, etc., sino a cualidades de nuestra personalidad, de nuestra conducta, como ser guerreros, avaros, envidiosos, contemplativos, o lo que sea.

Podría ser. Porque si bien la naturaleza a la que se refiere Marco Aurelio es una naturaleza racional (Escribió: “…no mirar a otra cosa, ni por poco tiempo, sino a la razón”), como la razón también debe controlar para los estoicos los impulsos, lo que sería la parte irracional del individuo, en última instancia estos forman parte de la naturaleza también.

Recuerdo que en la película el “El silencio de los inocentes”, que en realidad se llama originalmente como el libro en que se basó “El llanto de los corderos”, de Thomas Harris, el personaje Aníbal Lecter, cuando le tira pautas a la estudiante del FBI que interpreta Jodie Foster para que en el expediente sobre los asesinatos seriales de mujeres que se estaban investigando descubriera pistas certeras, le cita a Marco Aurelio diciendo que pensara con simpleza y que para explicar una cosa primero hay que preguntarse cuál es su naturaleza. En el caso de la película, Anibal “Canibal” Lecter le dice a Jodie Foster que el asesino de las chicas, que antes de matarlas les saca parte de la piel (porque es una persona transgénero y mata mujeres para hacerse un traje con la piel de las asesinadas para asumir una forma exterior femenina), tiene por “naturaleza” la envidia (agrega que uno envidia lo que ve, y de allí, por lógica, saca que el asesino debe vivir en el pueblo de la primera mujer que asesinó). Del autor del libro de “El silencio de los inocentes” se desprende entonces que una acepción de “naturaleza” sería lo que cada uno entiende es su cualidad principal. No obstante, como Marco Aurelio entiende a la razón como parte de la divinidad, es decir, la naturaleza de uno como parte de la naturaleza universal, no puede ser algo estrictamente personal o reflejo de una cualidad personal, sino individual en relación con lo universal.

Como escribió Marco Aurelio en el pensamiento 9 del Libro II de “Meditaciones: “Es preciso siempre tener en cuenta…cómo es ésta (mi naturaleza) en relación con aquélla (la naturaleza universal)…”. Es decir que mi naturaleza no puede contradecir la naturaleza universal. Para Marco Aurelio entonces mi naturaleza debe tener un signo positivo a los valores que más destaca el estoicismo: el bien, el pudor, la mansedumbre, el amor al hogar, la justicia, etc., dado que el mundo, “la obra de los dioses”, como escribió, “está llena de providencias”, como también escribió.

Para Bradbury en cambio, como para muchos otros, la naturaleza última del hombre tiene muy poco que ver con las “providencias” heredadas de los dioses.

Alguna vez, en otro artículo, me referí a esto de una naturaleza del hombre de ese tipo. Lo hice a partir de una frase de José Pablo Feinmann en su excepcional libro “La filosofía y el barro de la historia”: “el terror está en nosotros”. La aseveración está dicha después de contar una anécdota muy interesante: Julio Cortázar estaba en contra de la literatura deliberadamente comprometida –aunque sí creyera que el escritor debe comprometerse con la realidad- y para probar que en realidad a los supuestos destinatarios de la poesía y la narrativa combativa eso no les interesaba decidió con unos amigos hacer un experimento. “Fueron a una estancia, se reunieron con peones, y se pusieron a contar cuentos. Había tres muchachos muy comprometidos, marxistas, y contaron tres cuentos de la explotación del peón campesino. Los campesinos escucharon y dijeron: bueno, sí, es así. Cortázar contó algo muy distinto. Contó “La pata del mono”, que es un cuento de Jacobs que nos deja boquiabiertos porque aquello que sentenciaba Foucault: la razón está acosada por la locura. Una familia en Londres necesita dinero, son muy pobres. Tienen un hijo y el hijo trae un día una pata de mono y le dice al padre: dicen que si pedís tres deseos te los concede. Ah, qué estupidez, dice el padre. Bueno, el hijo se va trabajar a la fábrica, entonces el padre dice primero: quisiera ganar 1000 libras. Bueno, pasa todo el día y no pasa nada, no llegan las 1000 libras. Hasta que al atardecer golpean la puerta de la casa, le explican que su hijo fue destrozado por una máquina, pero la empresa le va a pagar 1000 libras para recompensarlo. Entonces el padre y la madre quedan destrozados, además ante la maravilla secreta de un orden del mundo que desconocen y que es terrorífico, porque de qué modo tan terrorífico han llegado esas mil libras. Entonces la madre dice: voy a pedir el segundo deseo, que vuelva. El padre se da cuenta que si vuelve va a volver destrozado,-tan destrozado como lo destrozó la máquina-. Se escuchan unos pasos y alguien o algo golpea a la puerta. La madre va a ir a abrir y el padre pide el tercer deseo: que no vuelva. Abren la puerta y el cuento termina diciendo: afuera estaba la noche, las estrellas, la luna, etc. Es un gran cuento. Ahora, Cortázar dice que después de este cuento los peones de campo se pasaron la noche entera hablando de lobizones, aparecidos, fantasmas, almas en pena”. Aquí es cuando Feinmann se pregunta ¿por qué los movilizó más La pata del mono que los cuentos comprometidos? y se responde: “porque el terror está en nosotros”.

Y sí. Probablemente Feinmann y Bradbury tengan razón y “el terror está en nosotros”. Volviendo al prólogo de Borges, al argentino una de las historias del libro de Bradbury que más le impacta es “La tercera expedición” donde el capitán John Black y sus tripulantes “encuentran” en Marte a sus parientes muertos en la tierra vivitos y coleando. Borges escribe precisamente sobre el “horror”, que bien podría ser el “terror”, de Black por la incertidumbre de la identidad de sus huéspedes, lo que le lleva al capitán a insinuar incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos. ¿Quiénes somos? La historia nos haría inclinar que somos hombres con una naturaleza donde anida el terror o el mal. Hay miles de ejemplos. Recordemos a Voltaire cuando escribía: “Torquemada procesó en 14 años a cerca de ochenta mil hombres e hizo quemar a seis mil con el aparato y la pompa de las más augustas fiestas”. Y ni hablar cuando transitamos el siglo XX y lo que va del XXI, cuando supuestamente estamos más evolucionados en base a todos aquellos grandes valores fijados por la modernidad.

Como reflexionaron los filósofos de la Escuela de Frankfurt con su crítica a la razón instrumental (me refiero a la primera etapa con Adorno y Horkheimer, porque después Habermas tendrá otra postura) la “racionalidad” del Iluminismo terminó en la irracionalidad de fenómenos como el nazismo. O como escribió Sartre, los hombres más avanzados de la modernidad, los europeos, no han podido hacerse hombres “sino fabricando esclavos y monstruos”.

Puedo decir: soy racionalista, me he formado con filósofos materialistas e ideologías más a la izquierda, estoy convencido que la historia avanza progresivamente más allá de sus contradicciones, que “el ser social determina el ser individual” y entonces una vez cambiadas las estructuras y desterradas las injusticias sociales no hay razones para que surja el mal en el corazón de los hombres, etc. etc…. Sin embargo las barbaridades se suceden. Después del nazismo y el Holocausto se pensó que nunca más habría esos niveles de muerte y terror, sin embargo, aunque no a una escala similar, aquí y allá se siguieron repitiendo pequeños y medianos holocaustos. Matanzas, utopías transformadas en Gulags, genocidios, dictaduras, pandemias, hambrunas, porcentajes enormes de población en la total exclusión y pobreza, millones de muertes por causas fácilmente evitables. Asesinatos en masa y asesinatos diarios y cotidianos.

Uno se ve tentado entonces a creer que por más que haya verdaderas revoluciones, profundos cambios de estructuras, eliminación del lucro salvaje y el armamentismo, o, como sugiere Bradbury, aunque nos vayamos a otro planeta para empezar de cero, se terminará imponiendo sin embargo una naturaleza del hombre que tiende hacia el egoísmo y el mal.

La verdad que, repito, tenemos tantos y tantos ejemplos para decir que Hobbes tenía razón y “el hombres es lobo del hombre” y muy poco para exclamar con Rosseau que la naturaleza del hombre es buena. Lo escribió Freud en “El malestar de la Cultura” y en “Más allá del principio del placer”, entre otros textos: la pulsión de muerte se impone. El Tanatos sobre el Eros. Feinmann lo explica muy bien (“¿Qué es la filosofía?”). Cita a Freud cuando escribe: “El hombre es una bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie. Quien recuerde los horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los hunos, de los mongoles bajo Genghis Khan y Tamerlán, de la conquista de Jerusalén por los pies cruzados y aun las crueldades de la última guerra mundial tendrá que inclinarse humildemente ante la realidad de esta concepción. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración”. Y agrega su reflexión: “…la sociedad es un instrumento de integración cuya tarea es impedir que el hombre sea lo que es… Pero la sociedad, como vemos, no consigue eso, porque el hombre consigue ser lo que es… Ahora la función de la sociedad, la función de la cultura es impedir que el hombre sea lo que es, porque el hombre es un ser bestial que no es una criatura tierna y necesitada de amor, que no sabe ni puede amar al prójimo como a sí mismo, y que tiene fundamentales razones para no hacerlo”. Por algo Freud escribió también que más allá que consideraba positivamente “una modificación objetiva de las relaciones del hombre con la propiedad”, en simpatía con el marxismo y el comunismo, acusaba a los socialistas y comunistas de “idealistas”, de “incurrir en un nuevo desconocimiento idealista de la naturaleza humana”.

En fin. Puede ser nomás que el hombre siempre ha sido lo que es, que su instinto, su pulsión de muerte, a la larga siempre se impone, porque, como sugiere Bradbury, ni aún yéndonos a Marte escaparemos a esa naturaleza donde “el terror está en nosotros”. (APP)