Emmanuel Carrére y su “Yoga”/Por Claudio García

Viedma.- (APP) Debo a Liliana Campazzo el haber ingresado a la obra de Emmanuel Carrére y, otro beneficio de la amistad, que por su fanatismo por el escritor y periodista francés –en general su producción nace de la cópula de esos dos oficios, una mixtura genial de  ficción y no ficción, y se extiende esto a sus prácticas como guionista y realizador en el campo audiovisual-, ella compra los libros y yo me aprovechó de poder leerlos después gratis.

Si me apuran preguntando qué libros que descubrí en los últimos años pasaron a ser parte de esos otros leídos a lo largo de la vida que uno coloca por su nivel en una escala superior y atesora por siempre, diría enseguida “Limónov” de Carrére, el primero del autor que me pasó Liliana (otro sería “Nuestra parte de noche” de Mariana Enriquez, sólo por acotar otro con un anclaje nacional). “Limónov” es una tremenda biografía de un personaje real ruso que confirma aquello que decía Oscal Wilde, que la vida reproduce al arte, no al revés. Limónov fue muchas cosas, político, punk, artista, exiliado ruso, vagabundo en New York, soldado junto a los serbios en la guerra de los Balcanes,  nihilista ante todo, que en sus últimos años –murió no hace tanto, en el 2020- se convirtió de vuelta en su patria de origen en un fervoroso activista antiPutin, reivindicador a la vez de Stalin. Los avatares políticos y extremistas de Limónov traen a la memoria al Astrólogo, el personaje de Roberto Arlt en “Los siete locos”, que dejaba con el interrogante si quería organizar una revolución bolchevique o una fascista. Carrére hizo de “Limónov” una novela genial, porque no es sólo una biografía temenda,  resultado de un gran trabajo de investigación –al estilo por ejemplo de “Oswad” de Normal Mailer, un gigantezco trabajo biográfico sobre Lee Harvey Oswald, el hombre que mató a Kennedy-, sino que tiene un vuelo literario impresionante y atrapa como la mejor narrativa. Recomendada esta obra cumbre de Carrére paso a reflexionar sobre algunas cosas que me impactaron de otro de sus libros, reciente,  “Yoga”, que obviamente me prestó Liliana.

Carrére ha dicho sobre su oficio: “Me parece más honesto contar una historia de la que formo parte, o con cuyos personajes he tenido interacciones, que contarla como si fuera dios o pudiera ver las cosas desde el planeta Marte”. “Limónov” surge de la segunda pulsión, “Yoga”, de la primera. Hay toda una parte de la obra que se centra en su práctica del yoga y del tai chi, de la meditación, más específicamente de su estadía en un lugar de retiro donde debe abstraerse de las relaciones personales estrechas, del uso de la palabra y de las cosas que habitualmente son parte de la vida cotidiana de cualquiera, cercana a un ambiente carcelario o propio de la práctica de un eremita.  Aquel retiro concluye por el impacto personal de los trágicos atentados en la sede de la revista Charlie Hebdo, ya que uno de los asesinados es la pareja de una amiga muy próxima.

Hay una segunda parte del libro  donde a partir de la crisis que le genera el divorcio de quien era su mujer, la periodista Hélène Devynck (inspiración de obras anteriores y que por el acuerdo judicial que hicieron al separarse, terminó suprimiento partes de “Yoga” que la mencionaban), se interna en un tratamiento psiquiátrico de meses que lo lleva a transitar por sus demonios interiores, por la depresión, por la angustia, por la tentación del suicidio, y finalmente le diagnostican una bipolaridad, aunque personalmente refuerzo bajo la lectura del relato de Carrére mis prejuicios sobre la psicología y la psiquiatría, ya que parece increíble que a esta altura de los tiempos los tratamientos incluyan electroshocks –con una técnica más sofisticada si se quiere, pero electrosiocks al fin, en un país supuestamente a la vanguardia de la civilización- o inyecciones de ketamina (que es para caballos pero que tendría efectos antidepresivos, según explica). Tiendo a preguntarme ante la práctica de ciertos profesionales de la salud mental: ¿Quién diagnostica a los diagnosticadores?

Pero Carrére sobrevive a la locura y al calvario de las terapias y tras un viaje a Irak, donde se frustan algunos planes de investigación, terminará desembocando en la remota isla griega de Leros, en plena crisis de los refugiados, dando clases de inglés a los inmigrantes sirios, paquistaníes y afganos junto a una profesora jubilada norteamericana, que arrastra una tragedia personal: la desaparición de su hermana. Allí retoma sus oficios, narrando los viajes dramáticos de algunos de los muchachos que hay en el centro de alojamiento y atención, desde sus países de origen a europa. Ya en las últimas partes o capítulos del libro –terminará en Mallorca- retomará su relación con la meditación aunque confesará, que sólo fruto de una terapia medicamentosa, la sal de litio, encontrará un equilibrio emocional. En una primera parte de esta obra en unas pocas líneas también ya se había cargado al psicoanálisis: “He pasado cerca de veinte años tendido en divanes sin resultados notables”.

Pero volviendo un poco al principio de lo que va narrando Carrére, para él la meditación a través de disciplinas como el yoga y el tai chi –la fascinación por el oriente espritual si se quiere- busca depojarnos del yo y “ver las cosas como son”. Una distinción, aquellas prácticas el autor las considera como puntos altos de sabiduría, a diferencia de las distintas variantes new age, a las que define “rollos de espiritualidad barata”, que cunden en el mundo desde hace tiempo. Yo, confieso, a unas y otras las emparento bastante –reconozco que ciertas prácticas físicas  y de respiración del yoga y el tai chi pueden redundar en beneficios en el cuerpo y en la mente-, pero la verdad que cuando me hablan de chakras y centros de energía para mí no es muy distinto a escuchar las virtudes de sanación de afecciones físicas o emocionales con el reiki o las flores de bach, me parecen que todas se sumergen en el ancho mar de la superchería y la incredulidad religiosa, aún de religiones sin dios como el budismo.

Son muy interesantes no obstante muchas reflexiones de Carrére que surgen a partir de esto de hablar sobre sí mismo, yoga y tai chí de por medio, que me hacen pensar en términos más filosóficos, parámetros en los que, en mi caso, son la clave para el sostén tanto racional como afectivo y anímico.

El autor habla de despojarnos del yo y ver las cosas como son, en algo como una síntesis de lo que para él y la civilización hindú es el yoga: “la única tarea a la que debe dedicarse  un hombre sensato es intentar salir del samsara, esa rueda de cambios y de sufrimiento que es la condición humana, para acceder al nirvana, que es la vida finalmente real, exenta de ilusión, la vida en que se ven las cosas como son (…) eso es el yoga si se toma en serio, no sólo como una gimnasia”.

Despojarnos del yo y ver las cosas como son, para mí, vaya que son planteos filosóficos. El concepto del yo suele ser el eje tanto de sistemas idealistas como materialistas. Para los primeros es como un centro espiritual de la individualidad humana, es un principio ideal, donde no se advierte la base activa histórico-concreta del yo humano, como suele ser en los segundos. Digamos que para mí, cuando hablo del yo, hablo del yo racional, el del hombre  “que controla él mismo sus actos y es capaz de desarrollar la iniciativa en todos los aspectos”. Prácticamente el yo como sinónimo de conciencia. Pero allí está el problema, el yo de cada persona está  formateado si se quiere, según su ser social, la educación de la familia y de las instituciones, todos los aparatos ideológicos, etc.  Un yo que no es libre, que está cargado con lo que Hidegger llamaría “el señorío de los otros” o lo que Nietzsche denominaría un yo “rebaño”, adormecido por aceptar “lo que se le ofrece”, difícilmente podrá ver las cosas como son. En realidad, quien no descubre su verdadero yo, no será libre ni capaz capaz de discernir por sí mismo la verdad respecto a la mentira –que para Marx es una tarea de praxis y para Freud liberarse del control del “súper yo”, con la ayuda de la muleta del psicoanálisis-. Terminará viendo “las cosas como son para otros”. Hay un libro de una argentina filósofa, Virginia Cano, quien precisamente  consideró a Marx, Freud y Nietszche como los grandes maestros que  inauguraron  la “escuela de la sospecha” en el sentido que es necesario una práctica cuestionadora de lo que nos venden como verdad. Con distintos sistemas y matrices en su pensamiento, Marx, Freud y Nietzsche marcaron la necesidad de desmitificar lo que continuamente nos enseñan y entregan como verdad. Ponernos a pensar “a la verdad como mentira”, una práctica cuestionadora para llegar así a un yo que aún con dificutades para ver “las cosas como son”, por lo menos, verá las cosas “como las pienso yo y no el otro”. Para José Pablo Feinmann, quien no atiende el camino “de la sospecha” es siempre “uno más”. Escribió (“Filosofía del poder mediático”): “En el parágrafo 27 de Ser y Tiempo, Heidegger analiza muy bien esta modalidad del Dasein. El «uno» (o sea: el «uno más», el ser-ahí del «término medio») vive «bajo el señorío de los otros». Éste es un gran señalamiento de Heidegger. Observemos que la existencia y (salgamos del lenguaje heideggeriano) toda nuestra vida tiene esta decisiva opción: o uno es libre o vive «bajo el señorío de los otros» (…) Uso lo que hay que usar, me limpio los dientes con lo que hay que limpiarse, leo lo que hay que leer, creo en lo que dice el diario que compro todos los días, en las palabras abundantes y arrasadoras que me arroja el periodista que me habla cuando regreso del trabajo en esos programas que se llaman De vuelta o Volviendo a casa y mil cosas más que iremos viendo. Usted no es usted. Usted es un ente constituido por el poder mediático. Todo está dispuesto y armado para entregarle una concepción del mundo desde que llega al mundo. El mundo que lo espera y lo recibe es el mundo del Poder, que le dirá su lenguaje desde su primer aliento. Así, el hombre existe «bajo el señorío de los otros» (escribe Heidegger). No es él mismo, los otros le han arrebatado el ser…”. “Usted no es usted”, que es como decir “su yo no es su yo”, “su conciencia no es su conciencia”. Agrego que si hay algo que me enseñó Nietszche es que no hay que resignarse “a ser rebaño”, porque el hombre que es rebaño está adormecido de la verdadera vida y por eso se acostumbraa la que se le ofrece. Nietzsche dice que no quiere ser el hombre “lector de periódicos” que hoy podíamos asemejar al hombre que pasivamente consume lo que le dicen los medios de comunicación hegemónicos y que permanece largas horas estupidizado ante la televisión o las redes sociales.

Aunque Carrére pone al yoga como el camino más profundo y acertado para liberarse del yo y ver las cosas como son, por  los propios avatares que transita y que son narrados en el libro, percibo que lejos de liberarse de un yo que no le permite ser libre, por lo menos de sus demonios internos, sólo logra momentos de calma y enajenación respecto a sus cadenas interiores. O por lo menos, él mismo lo confiesa. Escribe sobre cómo se sentía a principios del 2015: “La salud písquica, según Freud, consiste en ser capaz de amar y trabaja, y desde hacía casi diez años yo era, para mi gran sorpresa, capaz de hacerlo. No lo habría creído si me lo hubieran vaticinado cuando era mas joven. No esperaba tanto de la vida. Ahora bien, yo acababa de escribir uno tras otro, sin largos y angustiantes intervalos de sequía, cuatro gruesos libros que muchos consideraban buenos, y todos los días daba gracias al cielo por un matrimonio que me hacía feliz (…) Freud tiene una segunda definición de la salud psíquica, ta impactante como la primera, es cuando ya estás a salvo del infortunio neurótico, solamente expuesto a la desdicha ordinaria (…) Parece que en enero de 2015 puedo decirme que he resuelto el mal paso. Soy prudente, desde luego, no echo las campanas al vuelo, sé que quizás sea una ilusión, pero una ilusión que dura desde hace diez años ¿sigue siendo una ilusión?” Dos años después sin embargo, la meditación no logra amortiguar el impacto de aquellas circunstancias malas que todos, en mayor o menor medida, podemos atravesar, como en su caso un divorcio, y termina  en una habitación del hospital Sainte-Anne “donde, entre dos electroshocks, intentaba mantener sujeto mi ánimo errático y en ruinas zurciendo este relato”.

En esto del yoga, Carrére a lo largo de las páginas va dando distintas definiciones de lo que sería la meditación, en una de ellas dice que “es aceptar que la vida tenga contrariedades en lugar de huir de ellas (…) aprender a no juzgar, o en todo vaso a juzgar menos, un poco menos. Es desistir de esa posición de verlo todo desde las alturas, lo cual constituye una falta moral y un error filosófico. Como dice un Sutra budista que me gusta hasta el punto de hacerlo citado ya dos veces en mis libros: El hombre que se cree superior, inferior o incluso igual a otro hombre no conoce la realidad”. Me quedé pensando en esta definición de sabiduría oriental y cómo planteaba un relativismo que también se impuso en las últimas décadas en el campo de la filosofía, como en el postmodernismo. El relativismo lleva a que no hay hechos, no hay verdades, hay sólo interpretaciones. En este caso extremo, pensar que no hay parámetros para juzgar a los hombres, ya que habría que aceptar que la realidad es así, la vida es así, hay de todo y nadie es mejor ni peor que otro, nadie tiene derecho a apuntar con el dedo a nadie. Mucho más adelante en el libro la convicción de la certeza de aquella frase de un Sura budista lo lleva a escribir unas líneas, muy poéticas a mi juicio, embargadas del espíritu de esa concepción sobre la naturaleza del hombre y de la realidad que éstos transitan. Lo hace fruto de una meditación que le genera el recuerdo de un hecho que le ocurrió a Ribotton, un compañero del liceo, humilde, de una familia pobre. Al joven un compañero que se sienta atrás de él estira las piernas y le mancha con las suelas de los zapatos la parte baja del pantalón. Y a Ribotton se le transforma de cara, le agarra una furia amarga, lacrimosa, y dice “que está harto de venir al liceo para que le ensucien los pantalones que bastante le cuesta comprar porque todo está caro y su sueldo es miserable, y que si los padres del alumno que acaba de ensuciarle el pantalón tienen recursos para pagarse la tintorería todos los días mejor para ellos, pero él no los tiene…” Carrére reflexiona a partir de ahí: “…cuando pienso en los pantalones de Ribotton, en la gente que puede puede pagarse la tintorería todos los días y en quienes, como él, no pueden hacerlo y odian por eso al mundo entero, toda la miseria del mundo, toda la tristeza del mundo se me cae encima”. Y a partir de allí, en lágrimas por la empatía del recuerdo de Ribotton,  escribe una líneas que constituyen un verdadero poema: “Miseria de las víctimas, miseria de los humillados, miseria de los náufragos, miseria de los cretinos, miseria de los pobres Ribotton que son el noventa y nueve por ciento de la humanidad, pero también miseria de los orgullosos como yo que se creen que son el uno por ciento restante, el uno por ciento que prospera y al que sus pruebas engrandecen, el uno por ciento que cree que se encamina hacia la quietud y el ensimasmamiento beatífico y que por lo general acaba sufriendo cuando menos se lo espera una mortal desilusión. Miseria de los que no saben siquiera hasta que punto son miserables, y miseria también de los malvados. Miseria de los verdugos, que sin duda es la mayor de las miserias y que me conmociona aún más que las de sus víctimas. Miseria todavía más grande que la del sin techo: la del tarado con el cráneo rapado que prende fuego al indigente. Miseria del asesino, miseria del pedófilo, miseria del serial killer, miseria del tipo que combate sus peores pulsiones y que pierde la partida y sabe desde el principio que va a perderla. Miseria que todos conocemos cuando estamos sentados en la taza del retrete, a la luz amarilla y fría de una noche de insomnio y pensamos en la imagen valerosa que intentamos desesperadamente que los demás vean en nosotros, en la horrible verdad de lo que nos habita realmente en el secreto de nuestro corazón y del retrete…” Relativismo, pesimismo de la naturaleza humana y la convicción de una realidad donde, como dice el tango, estamos “en un mismo lodo todos manoseados”. Pero ¡qué hermosas líneas, qué hermoso poema! Habría mucho más para decir, pero como el propio Carrére pecaría de cierto narcisimo de darle más importancia a mis palabras que incitar a leer las del genial autor. No puedo igualmente abastraerme de unas páginas del libro, de la parte final, donde expresa su admiración a nuestra Martha Argerich, puntualmente se refire a un video que circula en las redes donde interpreta  la Polonesa Heroica de Chopin, que él mismo recomienda buscar (basta teclear martha argerich polonesa heroica). Páginas antes ya había mencionado esa obra en el marco de la relación con Erica en la isla de Leros. De hecho es Erica quien le envió el enlace con ese video. Hay mucho elogio a Argerich, por ejemplo, en un pasaje donde la pianista retorna a la melodía central de la Polonesa Heroica, dice de ella “lo aborda como un surfista la ola”. También, revelando su inclinación en el arte del cine, de lo audiovisual, describe y se maravailla de cómo luce Martha estéticamente en ese video, donde debe andar por los 20 años, de sus gestos mientras toca, de cómo hace correr las manos sobre el piano. “Es una mujer muy joven, de una belleza deslumbrante, la belleza del joven Alain Delon en Rocco y sus hermanos. A ella también la reconozco al instante porque es una de mis pianistas preferidas, y no soy el único. Es Martha Argerich, debe de tener veinte años, quizá incluso menos, luce ya esa melena negra y suelta, nunca recogida, que tendrá toda su vida. Su nariz es recta, sus labios llenos, sus párpados bajos y pesados. Es salvaje, sensual, intensa, indómita, genial”, escribe. Se suceden los calificativos que la colocan a la Argerich en un nivel superior a otros ejecutantes, con acotaciones donde valora las expresiones físicas que confirman que no sólo se trata de técnica, sino de pasión. Dice Carrére que ya puede reproducir mentalmente ese video que dura cerca de 7 minutos, “lo que me permite maravillarme con toda tranquilidad de la interpretación de Martha Argerich, muy rápida (…) más rápida que Hórowitz, menos que todos los demás, pero nunca apresurada, increíblemente poderosa y aérea. Hechiza ver sus dedos corriendo por el teclado, pero eso no es nada comparado con las expresiones de su cara al compás de la música”. Hay que ver el video y leer este capítulo genial, porque tras el elogio está él y podemos estar todos transportados a esa cosa genial y terapéutica –para mí mucho más que cualquier práctica de meditación o de lo que sea, salvo el sexo o el buen whisky o la  ménage de los tres- de la buena música y de aquellos que la ejecutan con corazón. Llega a escribir el autor en otro pasaje del video: “Se abandona totalmente, ya no se mantiene en el encuentro, con una sacudida desplaza la cabeza hacia la izquierda con su mata de pelo negro, desaparece un instante y cuando vuelve dentro del encuadre, después del cimbreo de la cabeza, Martha Argerich sonríe. Y entonces… esa sonrisa de niña dura muy poco tiempo, esa sonrisa que viene de la infancia y de la música, esa sonrisa de pura alegría. Dura exactamente cinco segundos, desde los 5’30’’ a los 5’35’’, pero en esos cinco segundos vislumbramos el paraíso”. Dice algo muy importante, esos cinco segundos son suficientes para saber que la Argerich vio el paraíso y entonces él sabe también que existe. Y agradece: “Es bien reconfortante que el cielo no se les abra solamente a los santos, a los sabios, a los asiduos del zafu, sino a nosotros, miembros de la lamentable y magnífica familia de los nerviosos, a los que nos asaltan los perros negros”. Menciona en los últimos párrafos que el regalo del enlace de la Argerich de Erica “consiste en decirme que la alegría pura es tan verdadera como la Sombra. No más verdadera, no, sino tan verdadera, lo que ya es mucho”.   (APP)