La rebelión de las cosas/Por Claudio García

 

Viedma.- (APP) El Popol Vuh, un libro prehispánico que reúne leyendas de un pueblo de la civilización Maya al sur de Guatemala, es el primer antecedente “literario” de creaciones materiales del hombre sublevándose contra sus creadores: “Llegaron entonces los animales pequeños, los animales grandes y los palos y las piedras les golpearon las caras a los hombres. Y se pusieron todos a hablar: sus tinajas, sus comales, sus platos, sus ollas, sus perros, sus piedras de moler; todos se levantaron y les golpearon las caras… Moleremos y reduciremos a polvo vuestras carnes, les dijeron sus piedras de moler…”.

Después hubo otros, libros y films. Uno de los primeros libros que planteó esto de la ciencia rebelándose contra el hombre está en el libro “Frankenstein” de Mary Shelley. Allí la criatura creada por el Dr.Frankenstein –bajo el concepto de que la ciencia puede vencer a la muerte- escapa del control de su creador. En esa gran película de Kubrick “2001. Odisea del espacio” –que se basó en el cuento “El Centinela” de Arthur Clarke- se muestran los riesgos de transferir todo el poder a las máquinas, en ese caso, el poderoso ordenador HAL 9000, que domina la nave y dirige la misión hacia el planeta Júpiter, y que cuando se lo quiere desconectar se rebela y decide eliminar a los tripulantes. En Terminator, una película de James Cameron, se lleva al paroxismo esa idea. Se traslada el control a las máquinas y éstas deciden sublevarse contra el hombre y aniquilarlo. En el film Matrix, ya no sólo está esa idea de máquinas aplicando la “solución final” contra el hombre, sino también la vida del hombre como una gran simulación organizada por las computadoras. Stephen King –uno de los más prolíficos e imaginativos escritores contemporáneos-, ha escrito varios libros con esta temática. Incluso escribió y dirigió un film que si bien tenía como título original “Maximum Overdrive” fue comercializado para los países de habla hispana precisamente como “La rebelión de las máquinas”. En esa película las máquinas -a partir de la influencia de un misterioso cometa- toman vida, empiezan a actuar por su cuenta, como si tuvieran conciencia, y deciden atacar al hombre. Antes, John Carpenter –un director desparejo, autor de grandes joyas del cine, como La Cosa, pero también de films muy inferiores- hizo una de las mejores películas basadas en libros de King: “Christine”. Un auto que no sólo toma vida, sino que encarna al mal, y que convierte a un adolescente “perdedor”, Arnie, –sin atractivos físicos, al que agreden sus compañeros y dominan sus padres- en un “ganador”. Con el trasfondo “bíblico” que suelen tener los libros del norteamericano, el vender el alma al diablo, al mal, tiene su costo, y por supuesto Arnie termina mal. Hay muchos libros de King en que el mal se encarna en una cosa, en un hotel como en “El Resplandor”, en un cuarto de hotel como en “1408” o en millones de celulares en “Cells”.
Pero la rebelión de las cosas puede ser no tan explícita como en tantos libros y películas de ficción.
Alguna vez escribí en un poema, que: “…tuve la presunción que vivir era cargar la conciencia de estar/en continuo peligro de muerte/no el simple y llano de abrir la puerta a los gusanos/sino el de perder mis deseos más importantes/ en la muerte que continuamente nos crean los hombres/y las cosas./Años después alcancé algunas convicciones/un poco más elaboradas y pensadas/que esas presunciones juveniles/pero es justo decir que no me he transformado demasiado/ y arrastro desde esos años/la seguridad de que las cosas que conseguimos/ también nos consiguen a nosotros…”.
Hay un poema de Verónica Merli (escritora rionegrina, premiada en el 2006 por el libro “Noche polar”, editado por el Fondo Editorial Rionegrino –FER-) que habla de un “atadito de alambre/tirado entre las matas/el viento no puede llevárselo/hacia el poniente/tiene la visión del que poco mide/tobillos y tranqueras” y agrega que ese “alambre tan frágil y tan dulce” daña la herradura de un caballo y “tira al piso al hombre/al mismo que un día/lo abandonó a su suerte”. En el comentario que hice de ese poema -en el marco de una opinión más general sobre la autora en un libro que contiene una selección de poetas jóvenes y que editó no hace mucho el FER- pregunté, repitiéndome: “¿Por qué no pensar que así como las cosas que conseguimos, también nos consiguen a nosotros, las cosas que usamos y terminamos olvidando tarde o temprano toman su venganza?”. Y esa venganza, esa rebelión, puede ser más sutil que el filo de una púa pero a la vez más real.
En el fondo de estas reflexiones está la cuestión filosófica del ser o el tener y la han profundizado muchos pensadores. Al momento de preguntarnos cómo queremos vivir hay un camino que tiene que ver con desplegar todas nuestras potencialidades para ser libres, desplegar conscientemente todas nuestras fuerzas físicas, psíquicas y espirituales (más allá que uno será verdaderamente libre cuando todos los hombres sean libres dado que la naturaleza del hombre radica en la universalidad). El camino de ser más sujeto y menos cosa. Lo marcado desde Spinoza: perseverar en el ser y de esa manera aumentar al máximo la perfección y eficacia como hombres. Ese camino implica de acuerdo a muchos pensadores “liberarse del dominio de la codicia en todas sus formas y de las cadenas del engaño”, como escribió Erich Fromm. Pero está el otro camino, el del tener, el ser objeto del dominio exterior. El ser dominado por las cosas. Vivir enajenado o alienado, en el sentido que el hombre no se experimenta a sí mismo como el factor activo en su captación del mundo, sino que el mundo (la naturaleza, los demás, etc.) permanece ajeno a él. Las cosas, los objetos de su propia creación, por encima y en contra suya.
La enajenación y la desigualdad son la característica del capitalismo en el que vivimos y mucho más desde la existencia de los grandes medios de comunicación y la producción de millones de cosas inútiles, superfluas, que inundan el mercado y tientan a un consumo desenfrenado. Ya no sólo que el hombre “aprenda” que el fin supremo de la vida tiene que ver con la economía y sus valores, como en los inicios del capitalismo, sino una conciencia condicionada al consumo. Todo pensamiento crítico superado por el deseo de tener cosas, la integración al sistema por el deseo de las cosas. No la posesión de cosas como un medio para la vida, sino “un medio de consumo pasivo-receptivo”, como también dijo Erich Fromm. El ser no por desplegar todas las potencialidades sino el ser por lo que el dinero puede comprar.
Ya lo escribió Marx con párrafos certeros: “Lo que mediante el dinero es para mí, lo que puedo pagar, es decir, lo que el dinero puede comprar, eso soy yo, el poseedor del dinero mismo. Mi fuerza es tan grande como lo sea la fuerza del dinero. Las cualidades del dinero son mismo cualidades y fuerzas esenciales. Lo que soy y lo que puedo no están determinados en modo alguno por mi individualidad. Soy feo, pero puedo comprarme la mujer más bella. Luego no soy feo, pues el efecto de la fealdad, su fuerza ahuyentadora, es aniquilada por el dinero (…) ¿Acaso no transforma mi dinero todas mis carencias en contrario? (…) Como el dinero, en cuanto concepto existente y activo del valor, confunde y cambia todas las cosas, es la confusión y el trueque universal de topdo, es decir, el mundo invertido, la confusión y el trueque de todas las cualidades naturales y humanas (…) Dentro del sistema de la propiedad privada… todo hombre especula con la creación de una nueva necesidad en otro para obligarlo a hacer un nuevo sacrificio, para colocarlo en una nueva dependencia y atraerlo a un nuevo tipo de placer y, por tanto, a la ruina económica… Con la masa de objetos, pues, crece también la esfera de entidades ajenas a las que está sometido el hombre. Todo nuevo producto es una nueva potencialidad de engaño y robo mutuos. El hombre se vuelve cada vez más pobre en cuanto hombre” (Manuscritos Económicos y Filosóficos). Marx tuvo razón al sentenciar: “la producción de demasiadas cosas útiles da como resultado demasiados hombres inútiles”. Y lo dijo cuando todavía el mercado no tenía las vitrinas y estantes infinitos –reales y virtuales- que tiene hoy.
Muchas décadas después otro pensador, Herbert Marcuse, habló de “el hombre unidimensional”, el de “las relaciones libidinosas con la mercancía, con los artefactos motorizados agresivos, con la estética falsa del supermercado”. El sistema se perpetúa por esta falsa libertad de la que creen gozar los individuos, en la que “la satisfacción aumenta en función de la masa de mercancías”. Ya no la ausencia de libertad por la represión, por el control, por la censura, por el embrutecimiento o la enajenación del trabajo, sino una “ausencia de libertad cómoda, suave”. Para Marcuse todo el aparato técnico y científico del capitalismo tiene obviamente por función la dominación al obstaculizar con sus recursos la expresión de la libertad individual, pero no sólo por determinar “las ocupaciones, aptitudes y actitudes socialmente necesarias”, sino también “las necesidades y aspiraciones individuales”.
Por supuesto que hay un consumo racional, el que tiene que ver con los requerimientos mínimos materiales para la vida, vinculados no sólo a lo que necesita el cuerpo para funcionar, a comida, la bebida, etc., sino a la recreación y el esparcimiento. No un sentido ascético de la vida, sino hedónico. Pero está el consumo irracional, lo que no sirve ni fisiológica ni mentalmente, “todo consumo obsesivo y debido a la codicia, a la avaricia, a la toxicomanía y al consumismo general de la época, incluido el consumismo sexual” (Erich Fromm). Ese tener exasperado que caracteriza las últimas décadas del capitalismo es el que acaba, como también dijo Fromm, “con el desarrollo productivo del hombre, le arrebatan la vitalidad y lo convierten en cosa”. “El hombre de hoy, que lleva máscara de gigante, se ha convertido en un ser débil y desamparado, dependiente de las máquinas que él ha creado (…) el hombre moderno tiene muchas cosas y usa muchas cosas, pero es muy poca cosa. Sus sentimientos y sus pensamientos están atrofiadoscomo músculos sin emplear…”, dijo también.
En realidad tendría que ser al revés, el hombre es el único capaz de darle sentido a las cosas, de arrojarlas a la historia. Hace unos años leí una gran novela de José Pablo Feinmann “La sombra de Heidegger” (en realidad una historia de ficción como excusa de la reflexión sobre el pensamiento de Hidegger y su entramado con el nazismo) donde en una parte se señala lo siguiente: “…¿acaso no todo lo grande se hace en la historia con pasión? ¿Y quiénes entregan su pasión, quiénes viven y mueren por ella? Nosotros, los hombres”. Y agrega que una cosa, si el hombre la deja “fuera de la historia”, queda entregada a “su orfandad”. Tenía que ver esto con el contenido de una clase Hidegger de 1934 donde habla que la naturaleza como las cosas “no tienen historia”, ejemplificado en esa novela con que la erupción del Vesubio sería nada si no hubiera destruido a Pompeya, hecha por los hombres, y el movimiento de una hélice de un avión sería nada si el vuelo no estuviera vinculada a un hecho histórico significativo. Yo diría, por oposición, que el hombre sometido a la cosa se entrega “a su orfandad de hombre”.
Pero volviendo al eje de esta nota, hablar del ser significa decir que en la relación del hombre con el mundo se exterioriza la voluntad del individuo real no el sometimiento a la naturaleza o a las cosas. Sin una preeminencia del tener, de la utilidad, en la relación entre los hombres se imponen los grandes valores de la condición humana, como la amistad y el amor. Ya lo había escrito Cicerón –un gran pensador y protagonista de la antigüedad clásica, unas decenas de años antes de Cristo-: “Ya ves que si mides la amistad por el amor, nada hay más excelente que ella; pero si la mides por la utilidad, la mayor amistad es inferior a la posesión de un predio de gran valor. Si hemos de ser verdaderos amigos, me has de amar a mí mismo, pero no las cosas que yo poseo”. O volviendo a Marx, citando una gran y poética reflexión del alemán: “Si suponemos al hombre como hombre y a su relación con el mundo como una relación humana, sólo se puede cambiar amor por amor, confianza por confianza, etc. Si se quiere gozar del arte hasta ser un hombre artísticamente educado; si se quiere ejercer influjo sobre otro hombre, hay que ser un hombre que actúe sobre los otros de modo realmente estimulante e incitante. Cada una de las relaciones con el hombre -y la naturaleza- ha de ser una exteriorización determinada de la vida individual real que se corresponda con el objeto de la voluntad. Si amas sin despertar amor, esto es, si tu amor en cuanto amor no produce amor recíproco, si mediante una exteriorización vital como hombre amante no te conviertes en hombre amado, tu amor es impotente, una desgracia”. (APP)