“Soles y estrellas” y otros cuentos/Por Claudio García*

 

Viedma.- (APP) Las estrellas se meten en mis ojos, como polvo traído por el viento, y aunque hacen lagrimear un poco, a la vez mi vista va encontrando en la oscuridad un asomo de claridad. Descubro así que hay hombres que no duermen y deambulan con pasos temerosos por las calles buscando algunas respuestas que den sentido a sus vidas y que creen encontrarlas a través de la conversación con personas desconocidas o el amor apurado en portales en sombras.

Hay más, hay gente de todo tipo, pero me llama sobre todo la atención un viejo de larga barba y sobretodo que esgrime un paragüas abierto en medio de la calle. Yo lo llamo y pregunto qué hace con un paragüas abierto en una noche clara, sin asomo de lluvia. Él me dice «le temo a las estrellas» y, mirando fijamente a mis ojos, agrega «en especial aquellas que al caer se meten en los ojos y no permiten dormir».

Le respondo: -porqué desechar esos saltos maravillosos de los astros que se adueñan de nuestras pupilas y permiten así que un montón de personas y cosas se hagan visibles en plena oscuridad.

El viejo replica: -porque uno no sólo puede encontrar caras y cosas nuevas, sino otras que daba por desaparecidas, que les había dicho adiós, que las había dado por perdidas. Se pueden encontrar viejas tristezas o amores a los que uno había renunciado ¿Porqué provocar el azar, porqué invitar a que las estrellas muestren el fluir de un río que permanecía quieto e invisible bajo las horas nocturnas?

Sentenció: -Uno puede elegir de día; pero en las noches, no.

-Aferrar las estrellas puede ser un juego inofensivo y nada mas – respondo.

El viejo niega con su cabeza y, sin bajar el paragüas, me dice antes de alejarse: -no se pueden dar ventajas. A todos las aflicciones nos pisan los talones.

Me quedo pensando unos minutos mientras llega el alba. Las estrellas, poco a poco, escapan de mis ojos y se esfuman bajo la claridad que retorna al cielo.

Yo regreso a la casa, y antes de acostarme a dormir, dejo que los primeros rayos de sol se metan en mis ojos, para usarlos, si es posible, en mis sueños.

 

BIENVENIDOS

Llegué al pueblo y, aunque no conocía a nadie, saludé a todos los que deambulaban por las calles. Mi gesto no fue correspondido y, sin darme tiempo a nada, sujetaron a mi cuello, con una larga cuerda,  una enorme piedra que no me dejaba mover. No podía marcharme del pueblo que, evidentemente, detestaba mi presencia.

Las personas pasaban a mi lado y miraban con fastidio, diciendo con la mirada: -porqué no se va del pueblo de una buena vez. Yo quería explicarles: -quiten esta piedra y me iré de inmediato. Pero, no me hacían caso, y gesticulaban como diciendo que lo tenía merecido.

Pasaron dos días y la situación no podía ser más absurda. Nada cambiaba y en cualquier momento moriría de hambre y de sed.

Desesperado, empecé a roer la cuerda que me sujetaba a la piedra, y luego de horas y horas de usar mi dentadura con dolor logré liberarme, llegando al límite de mis fuerzas.

Arrastrándome por las calles pude alejarme de ese maldito lugar y llegar a otro más civilizado. Recuerdo la última imagen del pueblo;  un gran cartel con el mensaje: «Bienvenidos».

 

LA MARCA DEL CURA

La mujer me ofreció sus labios. Y yo la besé. Y al besarla tuve el recuerdo de las ropas del cura. De cómo cuando era monaguillo el cura prácticamente me cubría con su túnica negra y me besaba en los labios antes de la misa. Y me decía: “Esto es entre nosotros, para que las cosas vayan bien”.

Y en verdad tuvo razón. Ahora que la mujer se me ofrecía, yo recordaba al cura y me excitaba. Hacía un amor fabuloso, y la mujer terminaba con varios orgasmos, gritando “¡gracias!”. En verdad, no entiendo aquellos que critican la religión.

 

 

UNA CENA INESPERADA

-¿Porqué tardás tanto en traer la cena?- pregunté desde la mesa, mirando hacia a la cocina. Mi mujer se había encerrado allí hacía como media hora y no aparecía. Había dicho “sentate en la mesa, que preparo una cena en dos patadas”. Pero ahora nada. El silencio y la tardanza.

Volví a preguntar lo mismo, esta vez con más énfasis:

-¡¿Porqué tardás tanto en traer la cena?!

Decidí levantarme para ver qué pasaba. Cuando entré a la cocina encontré un cuadro de lo más inesperado. Mi mujer se encontraba muerta, recostada sobre la cocina y con su cabeza metida en una olla de agua que hervía. Primero me pregunté qué raro equilibrio impedía que cayera al piso con olla y todo. Después me dije para qué se molestó tanto, sin con un par de huevos me arreglaba.

 

EL ENOJO DEL ACTOR

En un teatro de Buenos Aires se representaba una obra seria, un drama, pero dos espectadores, amigos, se habían tentado de risa y no podían contenerse. El público, molesto por esa falta de respeto al trabajo de los actores, de a poco comenzó a hacer evidente su enojo, largando improperios a la pareja desubicada. Así, empeoraban lo que trataban de remediar. Los actores, ante el desorden, perdían la concentración. Sin embargo, los dos amigos no cejaban con su risa, y el resto del público incrementaba los insultos, chistidos y gritos con la intención de hacer regresar a la cordura a la pareja insolente. La obra de teatro contaba la historia de un hombre y una mujer jóvenes, enamorados y un poco intelectuales, que con una actitud romántica, anticapitalista, habían decidido irse a vivir al campo; creían que allí, cerca de la tierra y de la gente simple, recuperarían una existencia más plena, en equilibrio con la naturaleza y con el espíritu del hombre, lejos de esas ciudades donde triunfaba lo material, el vacío entre muchos. Los personajes estaban convencidos que la supuesta racionalidad científica y técnica, simbolizada por la gran ciudad, acunaba en sus brazos al hombre irracional y con amnesia sobre los valores más importantes. Pero a medida que se desarrollaban las escenas, descubrirían que esa huída al interior rural les deparaba en realidad otra cosa: pobladores hoscos, con prejuicios ancestrales, el aburrimiento y otro tipo de vacío, peor que el de los centros urbanos donde, al menos, se es más libre de intentar cosas sin que las personas lo anden señalando a uno con el dedo.

Cuando el público comenzó a alterarse por las risas de dos espectadores, la obra se encontraba en el tercer acto, en una escena donde los personajes comienzan a tener conflicto entre ellos. Esos entredichos reflejaban en cierta medida la incapacidad de sincerarse y reconocer que la opción de vida elegida,  había sido equivocada. A pesar de la fuerza dramática de la obra, los actores no podían evitar mirar de soslayo al público irrespetuoso, y el nerviosismo de la situación les hacía equivocar el texto. El primer actor no sólo estaba confundido, sino además furioso por la actitud del público que, indudablemente, con el enojo creciente y los insultos hacia la pareja reidora, perdía el hilo de la historia, la riqueza conceptual de la obra y sus dotes actorales. La actitud del público hacía identificar al actor con la postura inicial de la obra, crítica a la vida de ciudad y a su gente. Pensaba con enojo: «Gente de ciudad como la de este público… insensible a las cosas realmente importantes, que sólo atiende las cosas superfluas, y en última instancia, sus escalas de valores giran alrededor del dinero, el ascenso social…». Sin tiempo de razonar con profundidad, porque a pesar del escándalo en las butacas trataba de continuar con la actuación, lo fue embargando un sentimiento de repulsa contra los espectadores. No soportaba esa actitud de enfrascarse en gritos contra dos personas que si bien se reían de forma desubicada en mitad de una obra teatral seria, lo más sensato era ignorarlos por respeto a los actores, que de todas formas no iban a distraerse del todo por esa risas. ¿Cómo podían ser tan tarados? pensaba el actor. ¿Cómo no se dan cuenta que están empeorando todo, y que de esta manera nuestra actuación se hace insostenible?

De pronto, no aguantó más, le hizo una seña a su compañera de actuación, y encaró al público gritando: «¡Basta! ¡Basta!. ¡Ustedes! -dijo señalando con el índice de su mano derecha a los dos risibles amigos-, ¡Paren de reír, estúpidos! ¡No ven que son la causa de todo este desorden!». Y agregó: ¡Ustedes! -con un movimiento de mano indicó que se dirigía al resto del público- ¡No se dan cuenta que en lugar de ayudar, empeoran todo! ¡Que están todos chillando y gritando como animales, y así no podemos concentrarnos!». El enojo del actor dio resultado, y todos callaron de pronto, tomando conciencia de la verdad de la reprimenda. Pero el actor se encontraba tan enfurecido como para no detenerse. Estaba, en cierta medida, sacado de las casillas, perturbado.  Se le embrollaron en su cabeza las ideas iniciales del personaje de la obra, con las suyas, de actor ofendido por la falta de respeto del público. Y así, con una expresión de orador de barricada, echó en cara de un público azorado un discurso en que describía los peores aspectos de los centros urbanos, y como éstos generaban un tipo de persona en cierta medida detestable. Exclamó: «El consumo, y todas esas cosas supuestamente útiles por las que un gran número de gente corre todo el día, deslomándose en oficinas y otros lugares grises y rutinarios, viajando en subtes y colectivos atestados como sardinas en lata, no puede más que generar hombres inútiles. Como ustedes, que creen cumplir con su pose de clase media culturosa, viniendo cada tanto a un teatro como éste, pero luego no tienen el más mínimo respeto por los actores…»  Al llegar a ese punto, la mayoría de los espectadores no pudo menos que sentirse ofendido, y con insultos al actor se empezó a levantar de las butacas y a marcharse ofuscado del teatro que, en pocos segundos, quedó prácticamente vacío. El actor se dio cuenta de pronto de lo que había hecho; que se había trastornado, acusando al público de cargos de los que ni siquiera estaba seguro de su fundamento, gratuitamente, influenciado en parte por el contenido de la obra. Su compañera de actuación, al lado, le recriminaba: «¡Qué hiciste! ¡Qué hiciste!.. Y de la platea llegaban nuevamente las risas de esos dos amigos, los únicos espectadores que todavía permanecían en el teatro, que quizás ahora sí se reían en forma justificada.

 

GOLPEADOR

Cuando decidía pegarle no necesitaba ningún esfuerzo extra que el de levantar la mano y cruzarle el rostro con una fuerte bofetada. Su mujer se sometía sin ninguna oposición. No corría. No trataba de ocultarse en el baño o en un cuarto, trabando con llave la puerta. No pedía socorro. Sólo cerraba sus ojos, totalmente resignada.

Hacía un año que se habían casado, y al poco tiempo él se acostumbró a pegarle. Quizás el hecho que ella no se defendiera era como un acicate para que cada nueva golpiza fuera más brutal que la anterior.

En realidad, tampoco lo fastidiaba la mansedumbre de su mujer. Sólo sentía el impulso de pegarle y así lo hacía. La pasividad de su mujer le facilitó la tarea: llegó el día en que ni siquiera necesitó alguna excusa, algún motivo infantil. Finalmente la mató a golpes. Como su mujer no tenía familia él pudo inventar un accidente como causa del fallecimiento, de manera que nadie lo llevara a la cárcel. A su modo, no obstante, se arrepintió. Se dijo que no volvería a pegarle a una mujer y a los pocos meses se volvió a casar.

Tuvo varios hijos, y aunque cumplía con la promesa de no levantar la mano a su mujer, lo hacía con ellos. Cualquier travesura  era motivo suficiente para cruzarles la cara de una bofetada. La violencia se fue acentuando. Usaba un cinturón para castigarlos, y a veces los pateaba. Su mujer se daba cuenta que no podía admitirse tanta brutalidad, pero con temor de que le pasara lo mismo, no se atrevió a defender a su prole. Las palizas llegaron a un punto en que provocaron no sólo moretones, sino también quebraduras. Pasó por primera vez con el más chico, quien se quedó agazapado en un rincón, sujetándose  con la mano su brazo izquierdo quebrado, pero a pesar del dolor contenía las lágrimas para que el llanto no fuera un nuevo motivo para incrementar la violencia del padre. La madre los curaba y, luego de dejar pasar unos días, les permitía nuevamente salir a la calle e ir a la escuela. Por las lesiones, se inventaban excusas y los hijos temían a las amenazas del padre como para no contar nada. No obstante, una vez la golpiza al más grande, de 9 años, lo dejó inconsciente y al borde de la muerte. Esta vez el padre lo llevó al hospital, quizás por una profunda inquietud a que pesara en su conciencia una nueva muerte. El niño sobrevivió; los médicos que lo atendieron denunciaron al padre y éste pasó tres meses en la cárcel antes de volver a su casa. El límite al que había llegado con sus hijos obró positivamente, haciéndole tomar la decisión de no volver a pegarles.

La violencia sin embargo no se terminó, sino que el hombre ahora la canalizó en otros seres vivos. Ni mujeres o niños; ni siquiera otros hombres, sino animales, mascotas. La familia tenía un perro y un gato. Comenzó a patearlos intencionadamente y sin ningún motivo. Actuaba traicioneramente, los llamaba amistosamente, ofreciéndoles comida con la mano, y cuando los tenía cerca les pegaba duramente. A veces con piñas, otras con patadas, finalmente con palos. Al final  no resistieron los golpes, y tanto uno como otro animal murieron con hemorragias internas. La violencia no paró allí. Siguió con los perros de los vecinos. Se ingeniaba para atraerlos, en horarios en que los dueños no podían percibir nada, para matarlos de distintas maneras: con un golpe, veneno o vidrio molido oculto en un pedazo de carne. A los gatos, que como en todos los barrios deambulaban de casa en casa, de patio en patio, les preparaba trampas con señuelos. Llegó a colgar de una de las ramas de un árbol del fondo de la casa una soga con un anzuelo de tiburón, en cuyo punta colocaba un trozo de hígado, a una distancia de metro y medio de la tierra, sabiendo que el gato comenzaría a saltar para atrapar con su boca la comida, y en uno de esos saltos  quedaría atrapado de la forma más cruel. Tanta matanza de animales finalmente se hizo notar en el barrio. Los vecinos desconfiaron de ese hombre al que le conocían sus antecedentes. Su primer mujer, luego los hijos. Razonaron que era lógico pensar que él fuera el culpable de la muerte de sus mascotas y comprobaron sus sospechas al revisar las bolsas de basura y encontrar los cadáveres de los pequeños animales salvajemente asesinados. Hicieron la denuncia y el hombre otra vez conoció la cárcel, aunque por pocos días, ya que no había legislación que lo castigara duramente por matar animales. No obstante, ese tiempo fue suficiente para que el hombre se comprometiera a sí mismo no volver a matar y ni siquiera maltratar a algún animal.

¿Por qué era tan violento? ¿Por qué alimentaba esa violencia cometiendo actos cada vez más brutales? ¿Por qué finalmente se detenía, para comenzar nuevamente con otro tipo de víctima? En realidad era impotente para gobernar su impulso de violencia. Precisamente, era un impulso, no un deseo. En el deseo siempre hay conciencia de lo que se hace. En el impulso, no. Y hay hombres que tienen eso: apetito, impulso de una cosa, pero no deseo. Y por eso acatan y sólo el azar, la fortuna, los detiene. El hombre perseveraba en la violencia hasta detenerse, como cumpliendo un ciclo, pero como esa afección no era manejada por la conciencia, con la misma fuerza con que había comenzado volvía a existir. El hecho de que cada espiral de violencia se dirigía a un objetivo distinto: primero la mujer, después los hijos, luego las mascotas, no indicaba dominio de la situación. Sencillamente, todo impulso o apetito exige objetivos claros, no confusos.  No podía reducir su afección a la violencia, y ésta tenía tal poder sobre él que le exigía grados y formas. Esto implicaba una obra por vez; sólo así se puede perseverar. Había usado la violencia con todo su entorno. Siguió con su propia persona. No se trataba de una expiación; de recurrir a la violencia contra uno mismo para compensar la que había ejecutado durante tanto tiempo contra otros. Simplemente era esclavo de un impulso que ya no tenía a su alcance a nadie más. Una mañana, cuando se encontraba afeitando en el baño, se hizo un pequeño tajo con la navaja en una de las mejillas. Había visto su cara en el espejo, los rasgos, las arrugas, el mismo brillo en los ojos; tomó cuidado que la espuma  estuviera distribuida en toda la superficie de la cara donde debía afeitarse. Pero de pronto, vio otra cosa, como un aura que estaba allí, y que pasaba a ser lo más importante. La violencia que volvía a existir y que lo hizo herirse. Comenzó un nuevo espiral. Cada día se marcaba la cara con heridas más profundas. Y no sólo eso. Golpeaba su cabeza contra la pared, como si tuviera una incontrolable locura. Salía a la calle y provocaba a cualquier transeúnte para luego dejarse golpear. A los pocos días daba lástima verlo. Con moretones, vendas y apósitos en todos los lugares visibles del cuerpo, podía sólo moverse lastimosamente. Llegó el momento de detenerse, y esta vez sí tuvo conciencia de qué hacer. Compró un arma, se metió en el baño, y al mirarse en el espejo, con la seguridad de que no miraba su cara, sino ese ser, esa afección de violencia que llevaba en su cuerpo, como un organismo vivo que lo dominaba desde el interior, se descerrajó un balazo. En cierta medida fue un acto de justicia; esa que nunca puede llegar por otra mano que no sea la propia.

 

VENTA DE YACS

En una de esas ferias internacionales que nunca faltan en Buenos Aires, donde se comercializa de todo, desde autos hasta libros, desde animales hasta artesanías, un vendedor voceaba su producto:

«Señoras y señores: Les presento a ustedes, directamente importado del Tibet, un auténtico Yac, lo que sería una vaca de esas regiones, con la particularidad que, influenciado por la religiosidad milenaria de sus habitantes, sabe meditar, levitar, realizar viajes astrales y otros ritos budistas como el monje más avezado.

Ustedes verán que no muge como cualquier vacuno: en lugar del tradicional «muuu…muuu», dice un perfectamente audible «ommm…ommmm», y cruza sus dos patas delanteras en señal de profunda concentración.

Ustedes dirán que es mentira, que sólo se trata de un animal domesticado para estas lides, pero no, hay más pruebas que certifican lo que les estoy diciendo. Si le permiten unos minutos de concentración, el Yac puede elevarse del suelo unos centímetros. A ver, ver… esperen unos minutos…. Ven, ven lo que les estoy diciendo, un mismísimo Yac, un animal de 400 kilos flotando… flotando… Miren, miren, se ha elevado a más de un metro… no… esperen… dos metros…. tres… ¡No, otra vez no…!»

El animal seguía elevándose, y el vendedor, gritaba desde abajo: «¡Despertá, despertá!.. ¡Bajá!, ¡bajá!…¡Yac estúpido…!».

A los pocos segundos el animal se perdió de vista en los cielos, y el tipo que lo había traído a la feria puso cara de resignación, y se dirigió nuevamente al público…

«Sepan disculpar, pero a veces se concentra tanto que se olvida de todo… seguramente va a tardar un buen rato en volver. Sin embargo, no quiero que dejen pasar la oportunidad. Acá tengo otro Yac para ofrecerles, que no sabe nada de budismo, pero puede satisfacer el gusto del comensal más exigente. La mejor carne de Asia y al mejor precio.  No dude, vea a este noble animal y compre…»

 

HISTORIA DE AMOR Y GRITOS, CON MAL FINAL

Valeria era como un libro abierto, transparente, sin dobleces.  Pero no me gustaba que gritara al hacer el amor. No se puede pedir todo, me decía. Después de todo Valeria limpiaba la casa, cocinaba, hacía las compras. Con ella me olvidé del reloj y de la agenda. Tenía como una computadora en la cabeza preparada para alertar de mis horarios.

No me gustaba, sin embargo, que gritara al hacer el amor, aunque no me animaba a decírselo. ¿Cómo hacerle objeciones a una mujer prácticamente ideal? Porque también era muy bella, me olvidaba decir. Y era raro verla desarreglada, con mal aspecto. Sólo una vez, recuerdo, tomó mucho vino en la cena y  al rato su cara, el pelo y la ropa como que denotaban la embriaguez. Cierto desarreglo que otro no notaría.

Como dije, era transparente, en el sentido que no ocultaba otra personalidad ni sentimientos de tristeza, de rencor o de frustración, que en otra persona tendrían como consecuencia un comportamiento confuso o una turbación propia de quienes cargan muchos pensamientos. Ella era transparente, sin dobleces. Decía lo que pensaba y se sentía feliz de no tener mayores preocupaciones.

Pero, en fin, aunque parezca pesado, me enojaba cuando gritaba al hacer el amor. Quizá otro hombre se hubiera sentido orgulloso de hacer gritar a su mujer. Una señal de éxito para quienes toman al sexo como una compulsa en donde no se puede perder. Por eso, quizá, para no caer injustamente en el reproche a una mujer que, como dije, era impecable como esposa, como compañera, cuando hacíamos el amor pensaba en otra mujer. En otra que me abstrajera de los gritos de Valeria que me irritaban. Perderme en las partes del cuerpo de otra mujer para que esos pensamientos callaran los gritos de mi mujer.

Mis fantasías entonces tomaban otros rumbos tan alejados de la casa. Y no sólo me llevaban a las imágenes usuales que el hombre acumula en su cabeza para excitarse. Las primeras veces, es verdad, fueron imágenes de culos, de tetas, de labios gruesos, de sonrisas insinuantes, de una o varias mujeres. Pero después la imaginación le fue agregando conductas, personalidades, formas de ser muy alejadas a las de Valeria. Mujeres descuidadas en la casa, mujeres desarregladas y hasta sucias, mujeres con problemas mentales, complicadas.

Es verdad que la cosa funcionaba, en el sentido que podía amar a Valeria casi como siempre sin que ya preocuparan sus gritos. Pero a la vez las imágenes de esas mujeres distintas me empezaron a perseguir durante el día. Quizá uno es esencialmente inconformista. El hombre que tiene una mujer cariñosa termina añorando una mujer huraña. El que tiene una mujer con poca sensualidad se imagina cómo sería su vida con otra atrevida y  que sugiere sexo en su mirada. Por supuesto que aquel que no tiene a nadie, extraña cualquier mujer. Y la mayoría de los hombres seguramente hubieran vendido a su madre para poder hallar a alguien como Valeria. Y yo que la tenía, por la nimiedad de unos gritos en la cópula me sumergí en las imágenes de mujeres disímiles pero todas alejadas de los parámetros de Valeria.

Tenía que terminar con esto, porque ya sentía que me afectaba el hecho que la cabeza se llenara cotidianamente de pensamientos cargados de otras mujeres. Me dije que, así como un alcohólico puede dejar de beber y un fumador empedernido puede dejar ese vicio, yo tendría también que ponerle coto a mi imaginación y desechar de una buena vez aquellos pensamientos de figuras femeninas incompatibles con lo que era Valeria. Debería volver a amar a mi mujer con el deseo de mi mujer.

Como transición me dije que gritaría también. Acompañaría sus gritos con mis gritos. Cumpliría así dos propósitos. Mis gritos anularían la irritación de sus gritos y a la vez ayudarían a borrar las imágenes de otras mujeres. Y eso hice. Pero no resultó como yo esperaba. Ante el primer grito mi mujer se espantó y paró bruscamente los movimientos amatorios.

“¡Qué te pasa!”, me interrogó.

Yo le expliqué que nada, que así como a ella el placer y el deseo la llevaban a gritar, a mí me había empezado a pasar lo mismo.

“Pero, si nunca gritaste”, me dijo.

Por primera vez le contesté con cierto  tono de reproche: “¡Bueno, ahora grito!”…

Vi en su cara el desagrado y por primera vez también no retomamos el sexo para llegar al final.

La noche siguiente uno y otro evidentemente queríamos cerrar el conflicto de la noche anterior. Así que con cara de mutua disculpas nos fuimos sin cenar a la cama para amarnos. Y ella otra vez empezó a gritar y yo, que no quería desechar así como así mi decisión de gritar también comencé a largar alaridos tratando de coincidir con las exclamaciones agudas de Valeria. Y volvió a pasar. Se detuvo bruscamente y me espetó:

“¡Qué te pasa! Te vas a poner a gritar otra vez”.

Yo atiné a decir un  “Y, sí…” atiné a decir dubitativo.

“Entonces no nos amamos más”, me respondió.

“¿Cómo que nos amamos más?”, le reproché. “Vos podés gritar y yo no”.

“Mirá –me dijo-, hace años que nos conocemos, que nos amamos, que decidimos vivir juntos, que tenemos una vida agradable, que logramos ese equilibrio en una pareja que trae la felicidad. Vos no podés de un día para otro salir con un martes trece, con algo que no conocía y que no me agrada”.

-¿Cuál es el problema? –le dije poniéndome serio. Siempre que nos amamos vos pegás gritos y yo nunca te objeté nada. No te dije nunca que la cortes con los gritos, y vos ahora no te bancás que haga lo mismo…

-Y no – me respondió. Mirá si yo de un día para otro cambio. Qué se yo. Engordo como una chancha, ando desarreglada, no te cocino. Hay reglas implícitas en la pareja. Cada uno es como es, nos conocimos de determinada manera, nos enamoramos de determinada manera, convivimos de determinada manera, y vos de pronto no podés alterar todo eso con cosas raras. No me gusta que grités, me desconcentra, me asusta… No, no y no. No te lo acepto.

Pensé en ese momento que quizá tenía razón. Que tenía que terminar con mis propios quilombos y no trasladarlos a esa relación casi perfecta que tenía con Valeria. Bueno, me dije, bancate los gritos de ella, olvidá los tuyos, dejate de imaginar otras mujeres y encarrilá tu cabeza hacia el conformismo de aceptar las cosas como son.

Por ese le dije que me perdone y ella a la vez puso cara de que “no fue nada” y eso permitió que retomáramos ese sexo de siempre, que era bueno, que me conformaba, pero que a la vez  tenía ese plus un poco irritante y molesto de sus gritos.

Quizá me tenía que haber psicoanalizado o algo así. Alguien me tendría que haber curado de ese absurdo desagrado por sus gritos. No lo hice. No acudí a nadie. Fui un estúpido. Porque ese conformismo de acatar los designios de Valeria y no cuestionar sus gritos fue modelando en forma inconsciente una respuesta. Un exabrupto impensado y tan alejado de cualquier parámetro de cordura. En mitad del amor, en mitad de sus gritos, mi mano tapó su boca y ahogó sus gritos. Ni siquiera me di cuenta de nada y por eso no me detuve. No sólo callé sus gritos, sino también su respiración. Sólo sé que me dejé llevar por un sexo añorado de desacostumbrado silencio. Y sólo cuando llegué al orgasmo me di cuenta que Valeria no sólo no gritaba. No respiraba ni se movía.  Estaba muerta.

Fue un horror.

Me recorrió una sensación de terror por todo el cuerpo al tomar conciencia de lo que había hecho. Me puse a gritar como loco. Grité y grité mucho más fuerte de lo que podía hacerlo. Mucho más que aquella vez en que intenté acompasar mis gritos con sus gritos. Mucho más fuerte que los gritos amatorios de Valeria. Grité y grité hasta que sentí los golpes en la pared de la casa vecina  llamándome a silencio.

 

LA MUERTE BRUMOSA DE MI PADRE

Me dieron tres versiones distintas sobre la muerte de mi padre.

Una, que con el camión con el que trabajaba mordió la banquina y se estrelló contra un gran árbol al costado de la ruta, muriendo instantáneamente. Quizá se quedó dormido sobre el volante, concluyeron.

La otra versión tenía unos pequeños cambios. Había mordido la banquina por esquivar a un caballo que se había cruzado en la ruta y se estrelló contra un gran poste de madera de esos que sostienen cables de corriente eléctrica. No murió en el momento, sino horas después en el hospital.

La tercera explicación sobre la muerte de mi padre se alejaba totalmente de las primeras dos. Aparentemente una mujer que mi viejo había levantado en la ruta lo terminó acuchillando, dejándolo tirado a un costado del pavimento. El camión fue abandonado a muchos kilómetros de donde fue encontrado muerto mi viejo. Además de las cuchilladas, su cuerpo sufrió los desgarros y las mordeduras de distintos animales carroñeros del campo. Es que pasaron casi dos días entre la hora presunta de su muerte y el hallazgo del cadáver.

Estas tres versiones las obtuve de familiares o amigos de mi viejo. Cuando todo ocurrió apenas si estaba entre el tránsito de la niñez y la adolescencia, así que no me planteé ningún interrogante sobre esa pérdida ni sobre las versiones diferentes de la muerte que algunas personas me habían balbuceado.

Ya adulto, al pensarlas, consideré que la última versión era la verdadera. Eso explicaba el silencio de la vieja, que nunca quiso hablar del tema, y en gran parte que se hayan inventado las otras dos explicaciones. Quizá pensaron en su momento que no era conveniente que  me preguntara por qué mi viejo había levantado en la ruta a una mujer, una ‘rutera’, una puta. O también que me asustara de una muerte tan trágica, que  me persiguieran las imágenes de mi padre acuchillado, agonizando solo al costado de una ruta no transitada, y luego comido por quién sabe qué alimañas. Tal vez una combinación de las dos. Por eso alguien, mi vieja seguramente, sentenció que no dijeran la verdad y que se inventara lo de un accidente. Lo brumoso de la sentencia provocó luego que las versiones no fueran exactas.

A veces tengo ganas de ponerme a averiguar en serio cómo fue todo; confirmar mi presunción y obtener algunos detalles. Presionar a mi vieja para que de una vez por todas se sincere y hable. Hacer lo mismo con aquellos que tímidamente dieron la versión del asesinato. Pero después pienso que no conviene hacerlo.

Tengo pocos recuerdos de mi padre. No sólo porque yo era joven, sino que por el hecho de que mi viejo era camionero, pude disfrutar muy pocos momentos en su compañía. El hecho que sepa y no sepa las causas de su muerte; que esté casi seguro de la verdad, pero a la vez falten detalles, el contexto, qué pasó con aquella mujer que lo mató, si mi viejo la conocía de antes o no, qué sé yo, innumerables cosas que quizás llevaron a ese final, deja todo con un halo de misterio. Si supiera la verdad completa, seguramente dejaría de pensar en mi viejo. Pero una muerte  rodeada de interrogantes, una niebla que oculta parte de la verdad, hace que regularmente mi padre venga a la mente: su trágico final y el pequeño puñado de recuerdos que me dejó.

 

 

* Periodista y escritor. Obra editada: «Versos de Primera Intención» (EUDEBA-FER 1987), «Un Corsario con sus Piernas Quebradas» (1995), «Poemas un tanto amigos de una seguidilla de días de lluvia e insomnio-¿Dónde pueden estar mis viejos zapatos?, Mariela y otros poemas» (1995), “El guardiacárcel guevarista y otros cuentos” (2011, El Camarote), “Método Morello para no separarse” (2013, Vela al Viento) y la novela corta “Mensajero” (2016, FER). Tiene publicados poemas y cuentos en revistas y antologías y obtuvo premios en distintos concursos regionales y nacionales.