Viedma.- (APP) Es muy común en la Patagonia ver largas extensiones de tierra con lo que se denomina “monte achaparrado”: una vegetación con pastizales, arbustos y árboles que se levantan a poca distancia del suelo, muchos de ellos espinosos.
Esto no significa que sea un monte de morondanga.
Aunque todos los años suele llover muy poco, en las zonas donde todavía el hombre no intervino con cultivos o ganado ni ha habido gran extracción de leña, la flora suele ser tupida y refugio de muchas especies animales, incluyendo aves y bichos rastreros. Cada tanto se dan años excepcionales de lluvia y el monte crece rápidamente, se pone más verde y la fauna se multiplica.
Me encontraba manejando por la ruta volviendo a Viedma, mi ciudad. Venía de lo que se llama Valle Medio, precisamente una región ubicada casi a la mitad del río que de oeste a este cruza la provincia. Tenía que completar un largo trayecto de 300 kilómetros donde sólo se pasa por una localidad, General Conesa y, ya más cerca de mi destino, Guardia Mitre, aunque para acceder a ésta hay que cruzar el río en una balsa. A uno y otro lado de la ruta en toda esa larga extensión se impone aquel paisaje silvestre del que hablaba.
Era de noche porque en general me gusta viajar cuando la oscuridad extiende su dominio y así hay menos tránsito.
En general soy muy cuidadoso cuando viajo y sé que el mayor peligro que se puede presentar es cruzar algún animal silvestre. Excepcionalmente uno puede también toparse con una vaca o un caballo, pero esto suele ser muy raro, sólo por el descuido de alguna tranquera mal cerrada, ya que predomina el alambrado a la vera de la ruta que los contiene en sus campos.
El peligro son las liebres, las maras, las perdices, las martinetas, los zorrinos, los zorros, grises y colorados, aunque son los de menor tamaño y en caso de no poder evitar atropellarlos en general suele ser raro que el suceso pase a mayores. En estos casos el daño en el auto suele ser menor y se puede seguir circulando.
Pero están también los guanacos, jabalíes, que aunque exóticos ya presentan un gran número en áreas extensas de monte, y el puma, viejo poblador de la Patagonia y otras regiones, aunque con hábitos que generalmente no permite verlo. Esta fauna de mayor dimensión sí puede provocar graves accidentes. Un impacto con alguno de estos animales puede dejar al auto con averías que sólo puede resolver un mecánico y un chapista, cuando no provocar un despiste o un vuelco que ponga en grave riesgo la vida del conductor y eventuales pasajeros.
A poco de transitar desde Pomona, la última localidad al este del Valle Medio, hacia General Conesa, me di cuenta que el monte gozaba de buena salud por las lluvias registradas en el año y el paso de animales silvestres sobre la ruta era más habitual que en otros viajes.
Ya me había pasado en alguna otra oportunidad no poder evitar atropellar alguna perdiz, martineta o liebre, que son las especies más abundantes. Por suerte, nunca impacté con otro animal más grande y las veces que vi con tiempo alguno cruzando la ruta, pude disminuir la velocidad y evitar el golpe.
Esta vez no fue así. En unos pocos kilómetros se cruzaron rápidamente perdices y martinetas que golpeé fatalmente con el auto. Intentar esquivarlas no era aconsejable, podía tocar banquina y hacer derrapar el auto.
Más atento que de costumbre por estos imponderables, seguí andando esperando no cruzar otros animales. Pero con un sino maldito, cuando me faltaban pocos kilómetros para llegar a Conesa ya contaba en mi haber, atropelladas, varias perdices y martinetas, un zorrino, un zorro gris y una cría de zorro colorado, también un par de liebres y, muy raro, una mara, animal que lejos de emparentarse con una liebre o un conejo es un roedor de gran dimensión que casi nunca había visto cruzando una ruta. El zorro, las liebres y la mara, mayores a los otros animales infortunados, alcancé a golpearlos con la punta del guardabarro o las cubiertas, con lo cual no se produjo un daño en el auto. Esperaba que tras pasar Conesa no repitiera hasta Viedma ese calvario de animales con insomnio pasando velozmente de uno a otro lado de la ruta.
Pero la fauna de estos pagos, no sé por qué, se encontraba inquieta o alterada y a poco de alejarme del área urbana y agrícola de Conesa todo se volvió a repetir.
Un zorrino, dos liebres y tres martinetas fueron las nuevas víctimas.
La verdad que a esta altura ya estaba medio asustado, con lo cual trataba de mantener siempre la vista al frente, sin torcer el cuello ni siquiera unos segundos, y así prevenir un nuevo impacto con un animal.
Pero el destino fue otro.
Sin darme tiempo a nada, apareció un jabalí y aunque traté de esquivarlo, sin volantear demasiado para no irme a la banquina, lo choqué con el frente del auto. Por suerte no quedó incrustado o enganchado sobre el radiador, como sé que le ha pasado a algún automovilista que pasó un trance similar, ni cayó arriba del capot o del parabrisas delantero tras el impacto, como también sé que ha ocurrido. Simplemente el choque lo empujó hacia un costado de la ruta, donde quedó tirado agonizando.
Era un jabalí no tan corpulento, joven, porque tenía un color todavía rojizo que con los años se ensombrece, y hembra, porque prácticamente no tenía visibles los colmillos. “Menos mal”, pensé, si hubiera sido un animal más grande, con más cantidad de kilos, me habría roto el radiador y sería imposible continuar la marcha.
Decidí no mover al jabalí muerto y en todo caso cuando pasara por Cubanea, donde hay sobre la ruta un destacamento policial, ya no tan lejos de Viedma, avisaría por si querían hacer algo.
Constaté que el auto arrancaba bien, que si bien tenía un fuerte abollón en el frente por el golpe, sobre el guardabarro y el protector del radiador, no había daños que afectaran el funcionamiento del motor.
Calculaba que ya, después de haber atropellado tantos animales pequeños y uno más grande, terminaría esta especie de carnicería que me involucraba pero que resultaba ajena a cualquier intención.
Sería un mal sueño que a lo sumo rememoraría cada tanto, contándoselo a algún familiar, amigo o conocido.
Sin embargo, no anduve unos kilómetros que por un lado de la ruta apareció con un fuerte galope un guanaco –los guanacos galopan como los caballos- y sin dar tiempo a nada impactó sobre el frente del auto.
Era un guanaco grande y tal es así que prácticamente no necesité apretar los frenos porque el auto paró abruptamente su marcha por el golpe y yo sacudí mi cuerpo y mi cabeza hacia adelante con fuerza. Creo incluso que podría haber salido despedido por el parabrisas si no hubiera tenido puesto el cinturón de seguridad.
El auto terminó medio de costado sobre la banquina y con el animal muerto por el impacto, esta vez sí arriba del capot, a diferencia de lo que pasó con el jabalí.
Bajé del auto medio aturdido, me puse a observar cómo había quedado el auto y miré al animal en detalle, un hermoso ejemplar adulto que seguro rondaría los 100 kilos o quizás un poco más, con su característico color rojizo sobre casi todo el cuerpo, y blanco sobre la panza, en parte de las patas y la cara.
Me puse de espaldas al costado derecho del auto mirando hacia la oscuridad del monte. Saqué el celular, pero constaté que todavía debía de estar a varios kilómetros del acceso a Guardia Mitre porque no tenía señal.
Me encontraba por un lado un poco aliviado por sobrevivir al impacto, ya que podía haber sido peor. Pero a la vez con bastante bronca y fastidio porque era la primera vez que tenía un viaje tan problemático como raro, signado por una especie de conflicto entre el hombre y la fauna silvestre o entre la tecnología del hombre, en este caso un auto, y el mundo natural.
De pronto mis elucubraciones cesaron ante la llegada de un sonido que venía de mi frente, muy parecido a un ronroneo. Ese sonido no sólo me puso en alerta sino que hizo brotar un miedo mucho más acentuado al que había pasado por haber atropellado al guanaco y al que ya traía por las desgraciadas circunstancias que se sucedieron en el viaje.
Supe que se trataba de otro animal y de uno más temible que todos los que había llevado a la muerte con mi auto.
Traté de descubrir en la oscuridad del frente, entre la vegetación, el origen de aquel ronroneo, verdaderamente un ronroneo de poca intensidad, no un rugido, y entonces vi dos ojos que brillaban, un amarillo de destellos rojos, me pareció, que certificó mi presunción sobre qué animal era el que acechaba: un puma.
Quedé unos segundos paralizado, no tenía nada a la mano que pudiera utilizar para mi defensa.
Tanteé a mis espaldas con una de mis manos a ver si agarraba la manija de la puerta del auto como para tratar de refugiarme en el interior. Pero los ojos del animal, dieron lugar al animal, que avanzó hacia mí, medio agachado, despacio, con la conocida actitud de acecho de los felinos a una presa para cazarla, que uno ha conocido por documentales o películas.
El animal sin dudas me iba a atacar, no daría tiempo a nada y tendría todas las chances a su favor, salvo que se asustara de mis gritos y de lo que seguramente sería una torpe defensa con mis manos.
Segundos antes del ataque y del presumible fin, curiosamente sentí una paz interior lejana a todo terror.
Comprendí que con una muerte bajo las garras, los colmillos y la fuerte dentición del puma, se daba algo así como una justicia poética: la naturaleza cobrando su venganza por mi raid rutero de muerte. (APP)
*Del libro de relatos infantiles «La lección de los peces» de Claudio García, impreso en Ciudad de Buenos Aires por “Editorial Autores de Argentina”, con ilustraciones de Simón Salamida. También está editado como ebooks y es ofrecido gratuitamente por el autor a las escuelas y planes de lectura.