Viedma.- (APP) La animalidad late debajo del hombre. Como ironizó el filósofo Ernst Cassirer “el hombre no sólo es un animal simbólico, sino que también simbólicamente es un animal”. No me refiero sólo a la cuestión biológica, que somos producto de una tradición zoológica como certificó Darwin, ni tampoco a los descubrimientos de la sociobiología, que el hombre tiene comportamientos y hasta valores determinados estrictamente por la biología.
Hay un ensayo sobre esta temática del español Fernando Savater (“¿Quién teme a Charles Darwin?) donde en cierta medida reivindica la acción humana liberada de toda exterioridad, es decir, eso de que el hombre siempre se reduce a ciertos determinismos (sociales, económicos, psicológicos, culturales), y, ahora también, a los biológicos. Mencionaba entre estos últimos que de acuerdo a ciertos ‘descubrimientos’ de la sociobiología, un comportamiento heroico como dar la vida por los demás ya no sería un gesto de la más pura libertad conciente en aras de algún objetivo noble, un acto estrictamente moral, sino un mecanismo biológico destinado “a proteger y perpetuar la carga genética, cuya custodia es el auténtico fin último de la vida de cada individuo”. De acuerdo a esta teoría –sustentada supuestamente científicamente- Savater explica que: “Los babuinos (que dan su vida luchando contra el leopardo en defensa de su grupo), las termitas (que se sacrifican para defender el termitero), el noble Héctor y el bombero que se arriesga entre las llamas para salvar al niño que llora en la cuna, todos son épicas presas del imperio de los genes”. Savater se subleva ante este rebajar de las acciones humanas a simples mandatos genéticos, a la animalidad que late en nosotros (que Jung llevé al plano psíquico con su inconsciente colectivo), ironizando: “Presentimos que la demasía razonante de lo exterior nos engaña, pues es la chispa del héroe la que ilumina y rescata el coraje automático del simio, no al revés”.
Pero volviendo al principio y descartado el aspecto biológico de la temática elegida, me refiero a cómo nos suelen manejar los instintos más que la razón. La animalidad late debajo del hombre y se expresa a través de los instintos que, generalmente, solemos acatar. Nos dominan.
Ya lo dijo Freud. O en realidad lo dijo Nietzche y de allí lo incorporó Freud a sus teorías psicoanalíticas: “Las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales”. En ese marco para Freud la cultura es el padre represor que sujeta los instintos para que uno actúe racionalmente. La cultura “es la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirve para dos fines: proteger al hombre de la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí”, escribió. Pero a pesar de todo lo que nos sujeta a la razón, los instintos, como dije, suelen imponerse.
De esto se ha abonado mucho la literatura. Qué son los vampiros y los hombres lobos sino la explícita animalidad que el hombre disfraza, el hombre liberando sus instintos o, mejor dicho, liberado de su razón, de la cultura, del super yo, de todo lo que nos sujeta a ser la cúspide de la evolución humana, ‘absolutamente racionales y con una naturaleza humanitaria’. Los instintos, en gran parte de las obras literarias de este tipo, son vistos en forma negativa. De allí la asociación con la animalidad.
La razón evoluciona pero los instintos no. Los instintos conducen al mal, al terror, a la barbarie.
Alguna vez reflexioné en este sentido al referirme a la llamada literatura de terror, de la cual soy cultor. Me preguntaba por qué me atraen este tipo de historias. Por qué no me imagino, por ejemplo, estar sin leer cada tanto un libro de Sthepen King. Reflexioné que quizás la explicación a esta sugestión por el terror está en aquello que dijo alguna vez Graham Greene: “Tal vez sea sólo en la infancia cuando los libros tienen una influencia profunda en nuestras vidas”. Yo le empecé a agarrar el gusto a la lectura de chico -la edad en que, precisamente, todavía no llegamos a ‘la edad de la razón- ’y entre los primeros libros hubo obviamente autores ‘de miedo’, como Edgar Allan Poe y Horacio Quiroga. Y antes de llegar a la adolescencia había llegado a leer algunos clásicos del género como el Drácula de BramStocker, el Frankenstein de Mary Shelley y El hombre y la bestia (Dr. Jekyll y Mr Hyde) de Robert Louis Stevenson. Puede ser entonces que la afición a este tipo de literatura venga de allí. Pero la causa más esencial está quizás en aquello que leí hace no mucho de José Pablo Feinmann: “el terror está en nosotros”.
La cita tiene que ver con algunas cuestiones filosóficas y está dicha después de contar una anécdota muy interesante: Cortázar estaba en contra de la literatura deliberadamente comprometida –aunque sí creyera que el escritor debe comprometerse con la realidad- y para probar que a los supuestos destinatarios de la poesía y la narrativa combativa eso no les interesaba decidió con unos amigos hacer un experimento. “Fueron a una estancia, se reunieron con peones, y se pusieron a contar cuentos. Había tres muchachos muy comprometidos, marxistas, y contaron tres cuentos de la explotación del peón campesino. Los campesinos escucharon y dijeron: bueno, sí, es así. Cortázar contó algo muy distinto. Contó ‘La pata del mono’, que es un cuento de Jacobs, que es el cuento que nos deja boquiabiertos ante esto que dice Foucault: la razón está acosada por la locura. Una familia en Londres necesita dinero, son muy pobres. Tienen un hijo y el hijo trae un día una pata de mono y le dice al padre: dicen que si pedís tres deseos te los concede. Ah, qué estupidez, dice el padre. Bueno, el hijo se va trabajar a la fábrica, entonces el padre dice primero: quisiera ganar 1000 libras. Bueno, pasa todo el día y no pasa nada, no llegan las 1000 libras. Hasta que al atardecer golpean la puerta de la casa, le explican que su hijo fue destrozado por una máquina, pero la empresa le va a pagar 1000 libras para recompensarlo. Entonces el padre y la madre quedan destrozados, además ante la maravilla secreta de un orden del mundo que desconocen y que es terrorífico, porque de qué modo tan terrorífico han llegado esas mil libras. Entonces la madre dice: voy a pedir el segundo deseo, que vuelva. El padre se da cuenta que si vuelve va a volver destrozado,-tan destrozado como lo destrozó la máquina-. Se escuchan unos pasos y alguien o algo golpea a la puerta. La madre va a ir a abrir y el padre pide el tercer deseo: que no vue1va. Abren la puerta y el cuento termina diciendo: afuera estaba la noche, las estrellas, la luna, etc. Es un gran cuento. Ahora, Cortázar dice que después de este cuento los peones de campo se pasaron la noche entera hablando de lobizones, aparecidos, fantasmas, almas en pena”. Aquí es cuando Feinmann se pregunta ¿por qué los movilizó más ‘La pata del mono’ que los cuentos ‘comprometidos’? y se responde: “porque el terror está en nosotros”.
Y sí “el terror está en nosotros”. ¿Quién lo puede dudar después de todo lo que pasó en la historia del hombre? Hay miles de ejemplos. Recordemos a Voltaire cuando escribía: “Torquemada procesó en 14 años a cerca de ochenta mil hombres e hizo quemar a seis mil con el aparato y la pompa de las más augustas fiestas”. Y ni hablar cuando transitamos el siglo XX y lo que va del XXI, cuando supuestamente estamos más evolucionados en base a todos aquellos grandes valores fijados por la modernidad. Como reflexionaron los filósofos de la Escuela de Frankfurt con su crítica a la razón instrumental (me refiero a la primera etapa con Adorno y Horkheimer, porque después Habermas tendrá otra postura) la ‘racionalidad’ del Iluminismo terminó en la irracionalidad de fenómenos como el nazismo. O como escribió Sartre, los hombres más avanzados de la modernidad, los europeos, no han podido hacerse hombres “sino fabricando esclavos y monstruos”.
Puedo decir: soy racionalista, me he formado con filósofos materialistas e ideologías más a la izquierda, estoy convencido que la historia avanza progresivamente más allá de sus contradicciones, que “el ser social determina el ser individual” y entonces una vez cambiadas las estructuras y desterradas las injusticias sociales no hay razones para que surja el mal en el corazón de los hombres, etc. etc…. Sin embargo las barbaridades se suceden. Después del nazismo y el Holocausto se pensó que nunca más habría esos niveles de muerte y terror, sin embargo, aunque no a una escala similar, aquí y allá se siguieron repitiendo pequeños y medianos holocaustos. Matanzas, utopías transformadas en Gulags, genocidios, dictaduras, pandemias, hambrunas, porcentajes enormes de población en la total exclusión y pobreza, millones de muertes por causas fácilmente evitables. Asesinatos en masa y asesinatos diarios y cotidianos. Para Feinmann hay una naturaleza del hombre que está muy lejos de haber evolucionado a la par de la razón y a través de los instintos más tarde o más temprano lo dominan.
Uno se ve tentado entonces a creer que por más que haya verdaderas revoluciones, profundos cambios de estructuras, eliminación del lucro salvaje y el armamentismo, se terminará imponiendo sin embargo esa naturaleza del hombre que tiende hacia el egoísmo y el mal. La verdad que, repito, tenemos tantos y tantos ejemplos para decir que Hobbes tenía razón y ‘el hombres es lobo del hombre’ y muy poco para exclamar con Rosseau que la naturaleza del hombre es buena.
Lo escribió Freud en “El malestar de la Cultura” y en “Más allá del principio del placer», entre otros textos: la pulsión de muerte se impone. El Tanatos sobre el Eros. Feinmann lo explica muy bien (“¿Qué es la filosofía?”). Cita a Freud cuando escribe: “El hombre es una bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie. Quien recuerde los horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los hunos, de los mongoles bajo Genghis Khan y Tamerlán, de la conquista de Jerusalén por los pies cruzados y aun las crueldades de la última guerra mundial tendrá que inclinarse humildemente ante la realidad de esta concepción. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración”. Y agrega su reflexión: “…la sociedad es un instrumento de integración cuya tarea es impedir que el hombre sea lo que es… Pero la sociedad, como vemos, no consigue eso, porque el hombre consigue ser lo que es… Ahora la función de la sociedad, la función de la cultura es impedir que el hombre sea lo que es, porque el hombre es un ser bestial que no es una criatura tierna y necesitada de amor, que no sabe ni puede amar al prójimo como a sí mismo, y que tiene fundamentales razones para no hacerlo”. Por algo Freud escribió también que más allá que consideraba positivamente “una modificación objetiva de las relaciones del hombre con la propiedad”, en simpatía con el marxismo y el comunismo, acusaba a los socialistas y comunistas de ‘idealistas’, de “incurrir en un nuevo desconocimiento idealista de la naturaleza humana”.
También Antonio Gramsci en su “Notas sobre Maquiavelo sobre la politica y sobre el Estado moderno” se refiere también a la necesidad de sojuzgar la “animalidad” en el sentido de sojuzgar a los instintos. En una parte del libro que lleva el título “animalidad e industrialismo” se refiere a la lucha por conseguir una “segunda naturaleza” que deje atrás precisamente a los instintos para el triunfo del industrialismo, entendido como la cúspide hasta ese momento de la evolución social o como el método de producción más avanzado y que más allá de estar enmarcado en una etapa capitalista de la humanidad constituye un salto para que la sociedad siga avanzando hacia el estadio del socialismo, como propugnaba por su compromiso ideológico. Gramnsci reconocía que los instintos “que hoy es necesario superar por demasiado ‘animales’, constituyeron en realidad un progreso notable sobre los anteriores, todavía mas primitivos”. Se refería a que el paso de una etapa a otra de evolución de la sociedad humana, como el pasaje de la etapa nómade a la vida sedentaria y agrícola, y a la aparición de las primeras formas de esclavitud, aunque constituyeran avances, se daban mediante “la coerción brutal”. Y con el industrialismo se produce una continua lucha contra el elemento “animalidad” del hombre, “un proceso ininterrumpido, frecuentemente doloroso y sangriento de sojuzgamiento de los instintos (naturales, es decir, animales y primitivos) a reglas siempre nuevas, cada vez más complejas y rígidas, y a hábitos de orden, exactitud y precisión que tornen posibles las formas siempre más complejas de vida colectiva que son la consecuencia necesaria del desarrollo del industrialismo”.
Pero no todos han emparentado a los instintos como expresión de esa naturaleza ‘animal’ negativa. Para Nietzsche los instintos deben ser vistos positivamente y el mal del hombre no está en ellos sino, al revés, en ser dominados por la conciencia, por la razón. El hombre sofocado en sus instintos y sometido a la razón se integra a la moral del rebaño. Nietzsche detesta al hombre rebaño, al hombre adormecido de la verdadera vida, el hombre ‘lector de periódicos’ -ironizaba el alemán-, y que hoy sería el hombre estupidizado ante la televisión o ante Internet. La voluntad de poder es el instrumento para que “ese desierto” del hombre rebaño no crezca. Y tal como entendía Jung la voluntad de poder nietzscheana se trata de decirle sí a los instintos. Pero como una vitalidad instintiva de “crear nuevos valores”, no de ser dominado por los impulsos de odio, de revancha, de violencia, etc.. Todo lo contrario a la voluntad de existir puramente conservadora de Schopenhauer.
Decirle sí a los instintos es someterse a la pulsión que “desea deseos” , los deseos de otros hombres, con una dimensión social, no individual de querer apropiarnos de cosas, y someterse a la pulsión de “querer quererse”, sin la cual sería imposible plantearse un perseverar para ser mejor, para desplegar todas nuestras potencialidades. La voluntad de poder es decirle sí a los instintos y el instinto madre es el de la libertad. La conciencia en cambio resta libertad. La conciencia es el “instrumento” propio de un ser en que la enfermedad se transforma en condición de su modo de vida. De allí que Nietzsche afirmara que todos los instintos que no se desahogan hacia afuera se vuelven hacia adentro.
Sin tanta filosofía hay que decir –en esto de emparentar los instintos a la animalidad-, que si bien los animales no tienen la capacidad de razonar como el hombre, es muy raro encontrar un animal que dañe o mate por odio, por venganza o por conseguir cosas. Como ya dijimos el hombre en cambio sí lo hace y lo hace a menudo (la civilización, que es como decir el hombre bajo el dominio de la razón, nació con Caín, ‘el primer’ homicida). Por algo Lord Byron ironizó que: «Entre más conozco al hombre, mas quiero a mi perro». Quedó esta frase de su autoría, aunque palabras más, palabras menos, yo lo habían dicho el filósofo Diógenes, unos cientos de años antes de Cristo y el rey Carlomagno, otros cientos después. Sería falso entonces entender nuestra ‘animalidad’ como expresión de pulsiones agresivas y violentas hacia el otro, capaces de alterar significativamente una convivencia social. Y, por consiguiente, no tan malo privilegiar a veces nuestros instintos, ser un poco ‘animales’, ante los dudosos resultados que suele dar la razón.