Viedma.- (APP) Nacida en un pueblo de menos de cien habitantes en la Línea Sur de Río Negro, se abrió camino con sus hijos hasta que ingresó a trabajar en Península Valdés.
“Hubo mujeres guardafaunas primero que yo, pero estaban con sus esposos. Yo fui sola a trabajar en el campo”, aseguró Isabel Peinecura al recordar lo que fue su ingreso al Área Natural Protegida Península Valdés, Chubut.
Nació en Yaminué, una pequeña localidad de unos cien habitantes, ubicada en el valle que forma el arroyo de ese nombre y nace en la meseta de Somuncura, a unos 67 kilómetros al sur de Ministro Ramos Mexía y a 20 de Treneta, en lo que es el ingreso a la Línea Sur rionegrina. Desde bebé fue criada por sus abuelos paternos, ya que su padre era menor de edad y su madre no la reconoció.
A los 69 años, ya retirada de esta tarea, acaba de presentarse un libro sobre su vida (Isabel, la guardafauna) donde la mezcla de realidad cruel con algo de ficción para que la novela transite por esta mujer.
La novela, escrita por Susana Cereijo y Lucía van Gelderen, recorre la historia de Isabel “que empezó a cazar de niña para poder comer y muchos años después terminó enfrentándose a los cazadores para proteger los hábitats naturales de la Patagonia, que escapó con sus cinco hijos de un marido que la amenazó de muerte, y que ayudó a muchas mujeres en situación de violencia de género”.
Desde los 7 años aprendió con su tío a cazar guanacos y choiques para comer, a fabricar boleadoras y a amansar caballos. “Hacía de todo y eso que yo era un palito”, indicó en una entrevista con la agencia Télam.
“Cuando tenía 16 años me casé. En realidad, me obligaron a casarme. Ahí empezó mi calvario. No estoy arrepentida de los hijos que tengo, del padre sí”, relató Isabel y explicó que su madre, a la que solo veía “de vez en cuando“, fue quien la llevó a casar al juzgado.
“Más que un marido era un papá, porque era mucho mayor que yo. Y a los nenes les pegaba muchísimo y yo por defender a mis hijos la ligaba”, continuó.
Y agregó: “Mi exmarido siempre decía que, si yo me iba, él me iba a matar, que me iba a pegar un tiro”. Fue entonces que conoció a otro hombre que la invitó a mudarse con él, pero Isabel aceptó con una condición: “Si me llevás, me llevás con mis hijos. Sola no. Yo a mis hijos no lo voy a abandonar”.
Isabel le pidió prestado al hombre una camioneta y un revólver. “Ya estaba decidida, o salía o se terminaba todo”, afirmó. Fue esa determinación la que la llevó a empaquetar todas sus cosas, subir a sus hijos a la camioneta y lograr escapar, mientras su marido lloraba y les pedía a los vecinos que no la dejaran ir.
A partir de ahí, Isabel vivió en diferentes pueblos de Río Negro con sus hijos y su nueva pareja hasta que llegaron a Chubut, donde encontró la posibilidad de cubrir un puesto de maestranza en el Istmo Ameghino dentro de Península Valdés.
Recién en el año 2000 la nombraron guardafauna, y su llegada a un rubro que era históricamente de hombres despertó los celos de su pareja e Isabel decidió separarse. “Más vale sola que mal acompañada”, explicó riendo. Por ser mujer tampoco fue bien recibida por algunos sus compañeros de trabajo.
“Muchas personas pensaban que las mujeres son para tenerlas así… -dijo levantando su pierna izquierda y dando un pisotón contra el suelo- No, no. A mí ya me tuvieron así. Otra vez no”.
El trabajo de guardafauna la llevó a vivir durante 20 años en distintos puestos de Península Valdés con jornadas diarias de doce horas. “A las 8 de la noche cerraba, agarraba la camioneta y me iba a dar la última vuelta, que son entre 40 y 50 kilómetros de ripio. Iba a ver si no se quedaba alguien”, relató.
“Siempre encontraba autos volcados con la gente ahí, en el medio del campo, sin señal de teléfono, sin nada”, explicó Isabel, quien brindó primeros auxilios en múltiples ocasiones.
También muchas veces tuvo que arreglar ella misma la vieja camioneta Ford Duty que usaba: “Le cambiaba los platinos, la bomba de nafta. Me encantaba la mecánica”, rememoró.
Si en la temporada alta Isabel podía tratar con más de 500 turistas durante el día, en la noche estaba sola en su casa en medio del monte patagónico. “Pero estaba tranquila, con el grito de los lobos nada más”, detalló.
Y remarcó: “Los turistas no me creían que yo dormía ahí. La verdad que nunca tuve miedo, estos son los lugares más tranquilos que hay. Y cuando me avisaban que andaba gente cazando, yo agarraba la chata y salía, ni pensaba que me podían pegar un tiro”.
De sus tiempos como encargada del cuidado de la fauna silvestre, Isabel contó que controlaba que los turistas no pasen el alambrado ni se acerquen a los animales porque “el lobo y el elefante marino cuando están en celo son agresivos”.
También relató que una de las cosas que más disfrutaba era contemplar a los animales. “El lobo marino es un bicho muy divertido. Yo me reía con ellos cuando se pelean o cuando nace la cría y son unos negritos chiquititos que te da ganas de agarrarlos. Después, la orca es el animal más inteligente que hay”, señaló, y agregó que se enojaba cuando algunos turistas confundían a las orcas con ballenas y las llamaban “ballenas asesinas”.
“La orca mata para sobrevivir, más asesinos somos nosotros, los seres humanos”, advirtió Isabel.
Ante la pregunta de qué era lo que más le gustaba de su trabajo, Isabel dijo que “todo”, a pesar de que en los primeros años las condiciones de vida en el puesto eran más duras y no contaba con agua caliente.
“Yo estaba acostumbrada; venía de un lugar muy humilde”, explicó la mujer, y aseguró que, sin ninguna duda, volvería a elegir ser guardafauna.
“Y hoy, gracias a Dios, tengo mi casa, mi auto. No me quedé con nada de nadie, lo que tengo lo hice yo laburando. Y críe a todos mis hijos”, concluyó.
Fuente: pasohoy.com
Con información de la Agencia Télam, aclaró el autor.