Viedma.- (APP) Mediados de 1833. Hace ya diez meses que el Beagle, buque del almirantazgo inglés, viene realizando un minucioso relevamiento de las costas argentinas. La nave está comandada por Robert Fitz Roy, experto hidrógrafo y meteorólogo, y lleva a su bordo a un joven y desconocido naturalista: Charles Darwin.
El 10 de julio de ese año, desde Choele – Choel y en plena campaña al desierto, el coronel Pacheco le escribe a Guido: “una corbeta inglesa ha permanecido por Patagones bastante tiempo, haciendo reconocimiento de toda la costa (…) han fletado buques menores y con pretexto de carreras y otros juegos han derramado el oro con profusión; solicitaron los mejores baqueanos del río, tomaron de ellos los conocimientos más minuciosos y han comprado a cualquier precio todas las plantas que se producen allí y hasta los arbustos más insignificantes. Sí, ¿será mera curiosidad?”.
La pregunta socarrona de Pacheco iba a ser devuelta el 19 de agosto, con precisión, por el general Guido, agudo y olvidado analista de la expansión británica: “Las investigaciones – le dice – que hacen los extranjeros (…) deben llamar seriamente nuestra atención; estoy persuadido de que no se trata solamente de rectificar descubrimientos ni de adelantar meramente las nociones científicas: el plan de los ingleses irá más adelante…”.
Justamente dos días antes, el 17 de agosto, Darwin se había entrevistado con Rosas, jefe de la columna izquierda de la expedición al desierto de 1833, en el campamento de éste en el Río Colorado. El 20, Rosas le escribe a Guido diciéndole: “Es necesario estar a la mira de lo que por ahí andan haciendo los ingleses…” y le comunica su idea de asociarse con los Tehuelches para defender las tierras Patagónicas. “Los tegüelches – le escribiría a su amigo Juan N Terrero – acompañados de cien soldados defenderán Patagones y los extranjeros no serán dueños de estas costas y de esa tan valiosa riqueza”.
- El objetivo soslayado
Estos análisis primigenios, realizados en una Argentina convulsionada por la usurpación de la Malvinas – enero de 1833 – repararan en uno de los objetivos básicos del viaje del Beagle, objetivo que el tiempo fue soslayando sospechosamente. Del Sarmiento que lee tempranamente a Fitz Roy para utilizarlo como fundamento de su defensa de los derechos chilenos sobre el estrecho de Magallanes al Sarmiento de la apoteosis darwiniana realizada en el Teatro Nacional en 1882 y de éste a la presentación realizada el año pasado por la TV argentina de la excelente versión inglesa de dicho viaje, producida por la BBC, la gesta del Beagle fue posicionada, en relación con la Argentina, como una acción ejemplificadora de la ciencia y el progreso. Así se la desvinculó de los claros objetivos de dominio en el Atlántico Sur del almirantazgo inglés y de los conflictos, aún presentes, entre la Argentina y Gran Bretaña en esa región geográfica (…).
- “La llave de los mares del sur”
hacia fines de la década de 1820 los navegantes y comerciantes ingleses interesados en las Malvinas en sí o como puerto seguro para sus viajes a Australia y Tasmania comienzan a presionar sobre el Froreing Office para que Inglaterra se apodere de las islas. Esta presión comercial, madre – bajo a administración de Palmerston – de muchos de los grandes objetivos del imperio, pronto se transformaría en acción. En poco tiempo Inglaterra se dispondría, al decir del general Guido, a “tomar las llaves de los mares del sur para hacerse señora del Pacífico”.
Cuando Fitz Roy deja Devonport (27 de diciembre de 1831) los engranajes ya han comenzado a moverse. Apenas dos meses después, Manuel Moreno, ministro argentino en Londres, escribe a Buenos Aires denunciando que la toma de las Malvinas se está “silenciosamente preparando con mucha actividad”. No estaba errado: el 20 de agosto de ese año el almirantazgo inglés comunica al Foreign Office su decisión de tomar las islas; el 28 de noviembre se entrega, en Río de Janeiro, la orden al capitán Onslow quien, al mando de la “Clío”, la ejecutaría el 3 de enero de 1833.
En este contexto sería ingenuo leer como puramente científicas las “instrucciones” que el hidrógrafo del almirantazgo inglés escribe para Fitz Roy el 11 de noviembre de 1831. Ahí le indica: Es necesario destacar nuestra ignorancia actual de las islas Falkland (sic) por frecuentemente que se las haya visitado. El tiempo exigido por un minucioso levantamiento de este grupo de islas no guardará proporción con su valor…”.
Que detrás de todo “minucioso levantamiento” hay un objetivo comercial y militar es obvio: “ya se conoce el significado que tiene la tranquila y pacífica tarea de reconocer costas deshabitadas. Es el imprescindible punto de partida para cualquier empresa de ocupación…”, apunta Caillet – Bois refiriéndose a la expedición de Fitz Roy quien, cuando Onslow ocupa las Malvinas, estaba ahí nomás, en la bahía Buen Suceso, explorando minuciosamente las costas de Tierra del Fuego.
- El nobilísimo propósito
Pero la participación de Fitz Roy en el objetivo global – el dominio del Atlántico Sur – es solo parcial. Constituye un ala de las complejas y escurridizas políticas del almirantazgo inglés y del Foreign Office. Por eso él y Darwin se asombran cuando llegan a las Malvinas, en marzo de 1833, apenas dos meses después de Onslow, y se encuentran con la bandera inglesa. El rol que le correspondía a la expedición, en el marco de la política exterior inglesa, era el “científico”, como muy bien se encarga en señalarlo Beaufort en las ya mencionadas “Instrucciones” para Fitz Roy: “Sería de lamentar – le dice – que una expedición destinada al nobilísimo propósito de adquirir conocimientos científicos se manchara con un acto de hostilidad…” (…).
Que el proyecto formaba parte de otro no tan nobilísimo los demostraría a corto y mediano plazo la política palmerstoniana; y al margen de todo esto, Fitz Roy y Drawin eran no solo científicos sino, sobre todo, ingleses, es decir súbditos de un imperio que no sólo se sentía superior sino que nos codiciaba, lo cual lo demuestran algunas significativas anécdotas del viaje.
Así el caso del enojo de Fitz Roy cuando se retira del puerto de Buenos Aires para no cumplir lo que considera “un reglamento vejatorio sobre cuarenta (dato significativo éste, el del jefe de una expedición científica que se niega a cumplir una condición sanitaria impuesta por el precario país periférico, o su reacción despectiva ante el mayor del Fuerte Argentina (Bahía Blanca) que desconfía de la expedición. Pero vayamos a Darwin y a su manera de interpretar el episodio Malvinas.
El Beagle toca las Malvinas dos veces. Fitz Roy, que hará más tarde en su diario una extensa defensa de los derechos ingleses sobre estas islas, participa de la represión de la rebelión protagonizada por el gaucho Rivero. En su diario también afirma las ventajas de las Malvinas como punto de apoyo para el imperio, como centro económico en sí (Vernet había demostrado que las islas podían ser rentables) y en relación con los indios patagónicos a los cuales les dedica un detallado análisis cuyo objetivo no es por cierto meramente “antropológico” sino claramente comercial e imperial.
Darwin escribe desde las Malvinas dos cartas que vale recordar. En una de ellas, escrita durante la primera escalada en las islas, el 30 de marzo de 1833, dice: “Hemos llegado aquí, a las islas Frakland (sic) al comienzo de este mes, tras una sucesión de tempestades (…) con gran sorpresa hallamos izada la bandera inglesa. Supongo que la ocupación de este lugar debe haberse noticiado recién ahora en los diarios ingleses; pero nos enteramos que toda la parte austral de América bulle de fermento (…) por el lenguaje temible de Buenos Aires, uno supondría que esta gran república entiende declarar la guerra ¡contra Inglaterra!”.
Justo un año después, durante la segunda recalada en las Malvinas y en carta dirigida al comerciante inglés Lup, radicado en Buenos Aires, el mismo Darwin ironizaría, después de referirse a la rebelión de Rivero: “Tengo la curiosidad – escribe – de saber qué cosas dice el prudente gobierno de Buenos Aires sobre lo ocurrido. Supongo una <<justa revuelta… sus pobres súbditos gimiendo bajo la tiranía de Inglaterra…>>”.
Es decir, no solo los objetivos científicos del viaje estaban estrechamente relacionados con los objetivos comerciales y militares de Inglaterra sino que también los científicos del Beagle eran, cuando se daba la ocasión, más ingleses que científicos, cosa natural, por cierto, como hubiese sido natural que en nuestra cultura se hubiese persistido metodológicamente en aquella desconfianza que tuvieron en su momento ante la expedición Pacheco, Guido y Rosas, claramente ubicados en esa etapa histórica que va de las Invasiones Inglesas al bloqueo de 1845, pasando por el empréstito de la Baring brothers.
Pero la historiografía y la cultura argentinas están llenas de estos soslayamientos, parcelaciones, escisiones, “zonceras”, como diría Jauretche, o “patologías epistemológicas”, como clasificaría Bateson. Bastaría ejemplificar esto trayendo a colación la imagen que se nos legó de un hecho no solo coetáneo al viaje del Beagle sino también, como ya lo hemos visto, estrechamente relacionado con él: la campaña al desierto de Rosas (1833) cuyos valiosos aportes al conocimiento geográfico y económico de nuestro país (aportes documentados por diversos historiadores como Saldías, Corbalán Mendilaharsu, Stieben, Fernández Arlaud, etcétera) fueron tan soslayados como lo fueron los objetivos comerciales y militares de la expedición del Beagle. Dos casos de ocultamiento de significado, pero con signo inverso (“la ciencia es la de los de afuera” pareciera ser la premisa que los articula) que bien ejemplifican las formas probritánicas y desvalorizadoras de lo nacional con que muchas veces son procesados los hechos históricos dentro de nuestra cultura.
- Reinstalación
Recorrida así esta zona de significación del viaje del Beagle vale reinstalarnos en el conjunto mayor de relaciones que se establece entre ese hecho histórico de trascendencia universal y nosotros, porque sería tan objetable soslayar lo que hemos venido señalando como limitarnos a ello para evaluar un viaje que se insertó en nuestra historia con múltiples perspectivas. Sin desconocer el fundamental aporte de Fitz Roy al conocimiento de nuestras cosas, nos limitaremos, en este caso, a Darwin.
Pensemos, por ejemplo, en el Darwin que con un solo acompañante cruza a caballo las peligrosas estepas y pampas de 1833, de Patagones a Buenos Aires; aquél que le escribe a su hermana: “Me he convertido en un verdadero gaucho, sorbo mi mate y fumo mi cigarro y luego me acuesto y duermo confortablemente con los cielos como dosel…”. Es decir en el Darwin que adapta y capta como pocos las tremendas soledades y espacios de la pampa o la Patagonia, modelo de explorador cuyo Viaje sería una de las herramientas fundamentales de los “geógrafos militantes” – el término es de Dauss – de la década de 1870 que, como Moyano, Fontana, Moreno, Lista, revelaron palmo a palmo nuestros territorios olvidados.
Recordemos al Darwin que se inserta en la historia de nuestra ciencia por su aporte al conocimiento geográfico, geológico, zoológico y paleontológico del país; el que fue generando en nuestro suelo gérmenes básicos de su teoría no solo a partir del hallazgo del yacimiento de fósiles de Punta Alta sino a través de muchas otras instancias, como bien lo señalara quien fuera uno de sus mejores conocedores en nuestro país: Emiliano Mac Donagh. Pero no solo reparemos en el Darwin que da, sino en el que recibe, especialmente de ese extraordinario sabio que fuera Francisco J. Muñiz, quien le suministró importantes datos para su teoría a través de sus informes sobre la vaca ñata (ñata oxen), especie vacuna que desapareció con la sequía de 1831 debido a su incapacidad para ramonear pastos y raíces por la estructura de su boca.
Pensemos también en las lecturas argentinas de Darwin. En cómo, por ejemplo, Darwin generó, a partir de una mala traducción de su texto sobre el río Santa Cruz, la leyenda de la Patagonia como “Tierra maldita”, argumento utilizado por aquellos que buscaron desvalorizarla para no defenderla. Pero, al margen de estos desvíos, la lectura del Viaje terminaría convergiendo con las lecturas del otro Darwin, de aquel que provoca la explosión “darwiniana” de la década del ´80, ejemplificada de manera espectacular por el homenaje que, organizado por el Círculo Médico Argentino, se le rinde pocos días después de su muerte en el Teatro Nacional, el 19 de mayo de 1882. Al son de las bandas militares se apretujaron entonces tres mil personas para oír al viejo Sarmiento y al joven Holmberg, orgullosos paladines del progreso y el transformismo en una Buenos Aires que todavía era, y no por atraso, la Gran Aldea tradicional y católica.
Pero aquí ya nos estamos refiriendo – y éste es otro tema – al Darwin de las polémicas fundamentales de las formación de la Argentina moderna y no solo al del entretenimiento laico- católico sino también al generador del “darwinismo social”, ideología que haría de pesar negativamente en la historia social argentina. A un Darwin que, por cierto, se vuelve a reunir con aquel del viaje de almirantazo inglés que señalamos al principio, el Darwin que sostuvo una conversación de dos horas con Rosas, sin que éste sonriera una sola vez.
*Uno de los intelectuales que abrió el campo de los estudios de Comunicación y Cultura en la Argentina. Falleció el 6 de noviembre de 2009. En el 2005 autorizó a la entonces revista Rumbo Sur, antecedente de la agencia APP, a publicar este artículo -que ya había aparecido en un diario metropolitano en 1979-, junto a una entrevista que le hizo Claudio García.